"El Síndrome de Jerusalén"

Vicente Vázquez mantiene una vinculación estrecha con la literatura y los libros en los que se apoya para como él dice: "sobrevivir en un mundo hostil". Economista y Humanista, desde este digital nos invita a un viaje por las letras y sus pensamientos llenos de montaña. Hoy nos propone una reflexión sobre la distancia que puede existir entre el síndrome de Jerusalén y la variable (si la aceptamos como tal) del "síndrome de la Montaña Leonesa". Ambos parten de su reconocimiento como patología. Aunque todos sabemos que, sin reconocimiento previo de la enfermedad, no es posible plantear una curación.

Opinion07 de enero de 2023 Vicente Vázquez - Opinión
sindrome jerusalen
SINDROME DE JERUSALENRML

Síndrome, según la Real Academia Española, es el conjunto de síntomas característicos de una enfermedad. Lo cual quiere decir, sin ningún género de dudas, que los que lo padecen, se mire como se mire, son enfermos.

Esto viene a cuento de un reciente y extraño caso ocurrido en Jerusalén, del cual he sido testigo presencial.  Extraño y grave, porque nadie, que se sepa hasta la fecha, ha sido capaz de dar una explicación medianamente aceptable de lo que allí le ha ocurrido a un peregrino de mediana edad que, a juzgar por su aspecto, aunque ya un tanto deteriorado, está rayando la cuarentena.  Las gentes del lugar dicen que padece lo que ya se conoce en la ciudad como Síndrome de Jerusalén y su comportamiento consiste  en vagar, sin descanso, de un lado para otro, recorriendo todos los lugares considerados sagrados por la fe cristiana.

Uno se levanta a las cuatro de la madrugada, por poner el caso típico de un peregrino anónimo y piadoso, que tiene el firme propósito de acudir al Santo Sepulcro a una hora tan intempestiva como para estar seguro de que no se encontrará con las típicas aglomeraciones de las horas centrales del día. En la madrugada, se encuentra la ciudad silenciosa y sumida en un halo de misterio. Sensación acrecentada por la fina lluvia que, cual llanto murmurado, moja las calles empedradas que conducen a la basílica levantada por los templarios sobre el monte Gólgota, también llamado del Calvario. El silencio acrecienta la esperanza y la fe del peregrino. Siente que su encuentro con el lugar de la muerte y resurrección de Cristo va a ser la definitiva catarsis salvífica de su vida. Oye unos pasos lentos, acompasados, pero muy silenciosos. El tránsito de un caminante que anda descalzo. En la esquina de la calle del Patriarcado Griego, de entre la bruma, surge de la nada un ser de aspecto fantasmal. El peregrino anónimo trata de no  perder la compostura. Baja los ojos y mira al empedrado, tratando de encontrar un significado a lo que le está sucediendo, incapaz de cruzar la mirada con el espíritu surgido de la lluvia. Desciende las escaleras que dan acceso a la basílica y allí, a los pies de la lápida donde se da por cierto que fue depositado el cuerpo de Cristo, después de bajarlo de la Cruz, oculto entre las lámparas votivas que penden sobre la superficie marmórea, observa al hombre de aspecto fantasmal. Viste una túnica blanca de sayal y una amplia capa, con capucha del mismo tejido. Se apoya al andar en un tosco cayado de roble; camina descalzo y bajo la capucha se adivina una melena rala y canosa que le crece hasta los hombros.

El hombre blanco desciende la escalinata que conduce a la entrada del templo a través de una rampa metálica, tachonada de clavos, dispuesta para facilitar el transporte de útiles y mercancías. Entra en el templo y se dirige al Santo Sepulcro. Se arrodilla, junto a los gruesos muros que sostienen la bóveda, buscando la protección que le proporciona la parte menos iluminada del recinto sagrado y permanece allí, en silencio, durante varias horas.

Al día siguiente, haciendo las preguntas pertinentes, nuestro anónimo peregrino se entera de que lo que él había catalogado, prima facie, como un espíritu fantasmal, resulta ser conocido en toda la ciudad como “el hombre de Míchigan”. Nadie le ha sabido dar razones del cómo, ni el porqué de su situación personal, sus motivos o su forma de vida, salvo que vive en la calle, de la caridad, y sometido a un deterioro progresivo de su salud.  Y es evidente que todos los intentos llevados a cabo hasta la fecha, para sacarle de semejante situación, han fracasado estrepitosamente.

¿Qué puede estar pasando por la cabeza de este hombre? ¿Hasta qué punto la vida, “ordinaria”, material, o como quiera llamarse, le resulta tan insoportable que prefiere vivir completamente al margen de la misma y dedicarse, de forma compulsiva y enfermiza, a la contemplación, la oración, la meditación, o la identificación total con la Pasión de Cristo?

Decía Albert Camus que “cualquier hombre, a la vuelta de la esquina, puede experimentar la sensación del absurdo, porque todo es absurdo”. Y ante semejante drama solo cabían tres soluciones. Aceptar el absurdo y vivirlo en libertad, como puede hacer un hombre rebelde; recurrir a Dios, como única vía posible de salvación o, el suicidio, que, a fin de cuentas es el problema central de la existencia humana, todavía no resuelto por el pensamiento filosófico.

No cabe duda de que “el hombre de Míchigan”,  sin que sean necesarias más averiguaciones respecto de su identidad,  ha elegido a Cristo como la salvación de su vida, tan absurda como la de cualquier otro ser humano, incluso a pesar de que su elección pueda llevarle irremediablemente  a un pausado y lento suicidio.

Menos dramático y más literario, aunque no por ello menos interesante, es el síndrome de Stendhal, así nombrado en recuerdo del sublime escritor francés nacido en el último tercio del s. XVIII. Digamos que se trata de una dolencia que afecta a algunas personas cuando se quedan extasiadas en la contemplación de obras de arte consideradas de extremada belleza. Sienten irremediablemente una especie de arrebato melancólico, tal vez un éxtasis contemplativo, que puede llegar a provocar alteraciones serias en su ritmo cardiaco, síncopes respiratorios u otros trastornos orgánicos de naturaleza indeterminada que pueden llegar a provocar graves crisis de ansiedad, de imprevisibles consecuencias, si no se aplican cuanto antes los adecuados cuidados paliativos.

Es muy bella la forma en que el gran escritor francés diagnosticó su dolencia, y por eso merece la pena ser recordada:

“Había llegado a ese punto de emoción en que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme”.

Creo que hay algunas similitudes entre el síndrome de Stendhal y el del hombre de Míchigan que merecen la pena reseñar. En el primer caso el factor desencadenante de la enfermedad es la contemplación compulsiva de obras de arte de extremada belleza y en el segundo caso la enfermedad se desencadena por la incapacidad del enfermo de prescindir de la profunda paz espiritual que provoca la contemplación de los misterios de la vida de Cristo.

La única forma de eludir los efectos adversos de ambas situaciones consiste en alejarse de las circunstancias desencadenantes. Pero esto solo es posible, como sucede en todas las enfermedades de carácter psicosomático, si los pacientes están de acuerdo con el tratamiento, y son capaces de prescindir del inmenso placer que provoca la contemplación de las obras de arte, en un caso, y del infinito goce místico que caracteriza la íntima vivencia de la presencia divina, en el otro.

Y ya puestos, ¿qué sería, caso de existir, el síndrome de la montaña leonesa? Pues pura y llanamente podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que se trataría de un trastorno psicosomático provocado por la inmersión compulsiva en el medio geomorfológico aludido, dejándose llevar por el murmullo del bosque, la luz del orto y el ocaso, matizada por el verdor de las hayas, los robles, las coníferas, los serbales y los acebos; los olores del brezo; el sabor de los arándanos a pie de roca; los reflejos de la luna llena sobre las aguas calmas de las lagunas glaciares, o la suave brisa que mueve la genciana, el árnica montana o los piornos. Esta dolencia, como las anteriores, tampoco tiene cura, ya que los que la sufren no quieren abandonar el medio que la produce y, caso de llegar a hacerlo, la abstinencia puede tener aún consecuencias más graves que las de la propia enfermedad.

Vicente Vázquez 

www.vicentevazquez.com

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