'Estar en Babia'

Si 'Estar en Babia' es estar 'encantados', nosotros lo estamos por partida doble, ya que podemos compartir con todos vosotros los pensamientos de un escritor 'palentino de la frontera' llamado Vicente Vázquez, además de recrearnos con este hermoso lugar de nuestra geografía.

Opinion24 de enero de 2023 Vicente Vázquez - OPINION
estar en babia
ESTAR EN BABIA POR VICENTE VAZQUEZRML

El tío Julián había construido su casa a la medida de sus necesidades. La cocina, situada en el primer piso, era espaciosa, tenía luz eléctrica, agua corriente y una ventana orientada a la puesta del sol, desde donde se veían los establos de los toros, en la cuadra aledaña. Allí había siempre cinco o seis enormes sementales. Casi se podía saltar desde la ventana de la cocina hasta los corrales de los toros, si es que a alguien, fuera de su sano juicio, se le pudiese ocurrir semejante osadía. Aquellos animales daban un miedo tremendo. 

 

Los dormitorios, también en el primer piso, tenían las ventanas orientadas al mediodía. En mi cuarto había un pequeño balcón, con barandilla de hierro forjado, que quedaba justo encima de la entrada principal de la casa, por la parte del patio, a la altura de la copa de un frondoso guindo, cuyas ramas, de no evitarlo, crecían, cargadas de frutos, hasta chocar con los cristales de la galería, tratando de entrar en el dormitorio. Se podían coger las guindas con solo sacar un poco el brazo fuera del balcón, sin tener ni siquiera que levantarse de la cama. La parte baja de la casa se dedicaba por entero a las tareas agrícolas, para guardar los aperos, y como corral de cabras, ovejas y carneros. Adosada al muro lateral de Poniente había una construcción auxiliar, con cobertizo, que hacía las veces de cuadra para las vacas, y un horno artesanal de leña, para cocer el pan, ahumar chorizos y curar jamones al frío de la sierra.

 

Cada cierto tiempo les tocaba a mis tíos, según los turnos veceros, el cuidado de las ovejas, cabras y carneros. Llevaban el ganado a los pastos situados en la ladera sur del pico Espigúete, hacia el collado que llaman de la Cruz Armada. Partían por la mañana, muy temprano, antes del alba, recogiendo el ganado en los corrales de todos los vecinos. En cada casa contaban los animales que salían a pastar y los anotaban en un papel. El tío Julián, por su edad, solía quedarse en casa haciendo otras labores. Era muy hábil en multitud de necesidades corrientes de la vida rural: capador de los cerdos, experto en atenciones veterinarias y en la confección de prendas de lana. Se encargaba de esquilar las ovejas, cardar e hilar la lana y tejerla. No tenía conocimiento alguno de medicina, pero los vecinos le consultaban cada vez que tenían una dolencia y creían en sus remedios. Las camisetas y calcetines que tejía el tío Julián eran tan ásperas al tacto como la propia lija pero, una vez suavizadas por el uso, eran ideales para combatir el frío de la montaña.

 

                La ruta habitual de la cabaña lanar salía del pueblo atravesando unas barrancas situadas al oeste. Enseguida se abrían paso por senderos bordeados de espinos albares, pequeños grupos de robles, castaños, abedules, algunos pinos, y unos pocos claros cubiertos de hierba, donde las ovejas iban ramoneando parsimoniosamente. Al final del camino se llegaba a unos valles anchurosos, salpicados de pequeños pozos de agua, donde bebían los animales y se bañaban. Les gustaba zambullirse en aquellos pozos y luego salir corriendo y agitando el cuerpo para secarse. Los cuidadores se sentaban en las brañas, a la sombra de los árboles, manteniendo la vigilancia del ganado gracias al concienzudo trabajo de los perros. 

 

Me gustaba estar entre los mayores y oír sus conversaciones. Siempre había miembros de dos o más familias. Se contaban muchas historias de personas muertas por los ataques de los lobos, o incluso de los osos. Se decía que el oso no atacaba al hombre si éste no se movía, pero también se decía que los que lo habían visto se habían vuelto locos. 

 

                Cuando comenzaba a esconderse el sol tras el horizonte, ya con el tiempo justo para volver a casa casi en los primeros momentos de la noche, emprendían el camino de regreso y, una vez en el pueblo, iban dejando a cada vecino sus cabras, ovejas y carneros, contando uno por uno, hasta que tenían la seguridad de que no faltaba ninguno de los animales. En más de una ocasión tuvieron que desandar el camino, ya en plena noche, en busca de algún miembro del rebaño que se les había extraviado.

 

Un día visitaron al tío Julián unos familiares. Tan sólo venían a pasar el día. Entre ellos había una niña de casi mi misma edad. Debió ser alguna prima que yo no conocía. No lo recuerdo bien. El caso es que, después del almuerzo, sin saber cómo ni por qué, acabamos juntos los dos en la misma cama, echándonos la siesta. Era una cama alta, a la que casi se necesitaba subir con escalera. No podíamos dormir. De repente comenzamos a hablar en voz baja, para que no nos oyesen los mayores. El sol se filtraba por las estrechas rendijas de las contraventanas, a través de las hojas entreabiertas. 

                -¿Sabes que somos diferentes? –Me dijo ella.

                -¡No sé!... Será… ¡Si tú lo dices! –Respondí tímidamente, pero dejando entrever que quería que ella siguiese profundizando en tan interesante asunto.

                -Verás, dame la mano. ¡No seas tonto! Dame la mano.

                Yo, tendido a su espalda y apoyado sobre mi costado, le di la mano y ella la colocó entre sus piernas, a la altura del pubis.

                -¡Toca! ¿Ves? ¡Somos diferentes!

                No supe qué decir. Estaba tan asombrado y sorprendido que no sabía qué hacer. Pero mi prima, o quien quiera que fuese aquella niña, más enterada que yo, se ocupó de dar la debida continuidad a nuestros apasionantes descubrimientos.

Reconocimos nuestras diferencias anatómicas, sin prisa pero sin pausa y, después de un tiempo que se nos hizo muy corto, abrimos las puertas del balcón y entró la luz a raudales, y con ella las guindas que estaban allí al alcance de nuestra mano. Guindas con sabor a besos y destellos dorados. 

 

Desde entonces siempre me hizo mucha gracia aquello que me decían los maestros cuando me pillaban despistado:

“Niño, despierta, parece que estás en Babia”. 

                ¿Qué sería eso de estar en Babia? Lo pregunté y me dijeron que Babia era una tierra que estaba en las montañas de León, ya camino de Galicia. Quedaba claro que estar en Babia era estar en otra parte, pero no sabía por qué tenía que ser precisamente Babia, cuando podía ser el pequeño pueblo de mi primer amor. Igual me daba Babia que Las Batuecas, que también me lo decían con cierta frecuencia. 

 

Pasados los años no pude por menos de visitar aquellos lugares mágicos, tan oídos en la infancia. En Babia descubrí que se estaba muy bien, con ríos y montañas como las de mi pueblo y, en Las Batuecas, bajando el puerto que separa La Alberca de Las Mestas, descubrí un monasterio misterioso y recoleto, pegado al río que descendía cantarín, creando pequeñas pozas entre grandes peñascos, tal como ocurre con las escaleras que crea el Arroyo del Vés al descender de la laguna de Curavacas hacia la vega de Correcaballos, aunque aquel fuese algo menos caudaloso. Ya no me importaba estar en Babia o en Las Batuecas. Desde luego me gustaba mucho más cuando me decían que estaba en el guindo. Eso sí que lo entendía a la perfección, y estaba plenamente de acuerdo.

 

Vicente Vázquez 

www.vicentevazquez.com

 

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