Confesiones de un farsante

Opinion14 de agosto de 2023 Vicente Vázquez
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Foto de André Ulysses De Salis

No me declaro inocente, entre otras cosas porque yo sé que no lo soy. Eso lo dejo para los presos de larga condena que, injustamente sentenciados por obtusos jueces, so pretexto de que el castigo inmisericorde es la única herramienta capaz de hacer frente a la desaforada corrupción moral que afecta actualmente a nuestra sociedad, consumista y descerebrada, al socaire de unos medios de comunicación oportunamente pagados para llevar a cabo el mayor lavado de cerebro de la ciudadanía que haya podido darse en la historia de la humanidad, consideran que no se ha hecho la debida justicia con su causa, toda vez que los verdaderos culpables son otros.

Cierto es que en la cárcel no se estaba nada mal. Pero no era como para tomárselo a chirigota, como si se tratase de unas vacaciones pagadas, porque, mal que bien, yo siempre había preferido volar alto y decidir mis soledades sin que nadie me las impusiera.

El caso es que me acusaron de asesinato y fui condenado a cadena perpetua. 

Era muy cierto que yo había apretado el gatillo y que una bala del calibre 9 mm Parabellum había impactado en el pecho del desgraciado de mi  socio, que murió de forma instantánea, dejando bien a las claras cuáles habían sido mis intenciones.

No quiero aburrirlos con el relato de mi fuga de la cárcel. A fin de cuentas solo serviría para poner en evidencia nuestro sistema penitenciario, cosa que no me incumbe en absoluto. 

El caso es que desperté a bordo de un buque cisterna, incapaz de seguir disfrutando del sueño por culpa de los pestíferos vapores que se desprendían de una masa viscosa, más o menos compacta, de petróleo derramado al mar, por mor del ahorro en el coste del transporte, una vez que la multinacional petroquímica había descubierto que el crudo estaba muy barato en los mercados y no compensaba su transporte y posterior venta a un precio escandalosamente bajo. El armador pretendía cobrar las primas de los seguros y, de paso, conseguir un repunte del precio de la mercancía que pudiera beneficiarle en el futuro.

A mí todo aquello me traía al pairo. Era un polizón y no venía a cuento lo que pudiera yo pensar. Nadie me lo iba a preguntar y lo verdaderamente importante era que debía permanecer oculto a toda costa, so pena de ser detenido y entregado a las autoridades locales en la primera escala del carguero. Lo único que me importaba era escapar de la persecución policial. 

No me resultó difícil pasar desapercibido, porque la escasa tripulación del barco no abandonó sus camarotes, durante la travesía, salvo para realizar las operaciones de vertido del crudo al mar. 

Nada más divisar tierra y estando ya a poca distancia de la costa, me lancé al agua y pude alcanzar la orilla a nado sin ser visto.

Al poco tiempo de instalarme en aquellas tierras, con una nueva identidad, sin saber a ciencia cierta dónde me encontraba, me casé con una norteamericana joven, supuestamente viuda de un piloto de la armada. 

Tenía unos cuantos dólares obtenidos en el último negocio que pude realizar antes de que se descubriese mi participación en el asalto a la sucursal de la caja ahorros de aquel miserable pueblo que parecía ser una bicoca y acabó siendo una trampa mortal.

Según decía Brenda, mi flamante nueva esposa, su marido la había abandonado en una gasolinera perdida en el desierto de Atacama, cerca de la ciudad de Calama, cuando estaban a punto de llegar a las famosas minas de cobre de Chuquicamata, donde Bob, su marido, tenía que llevar a cabo algunos trabajos que le había encomendado el gobierno chileno. 

Desde aquel mismísimo instante ella lo dio por muerto, a todos los efectos y, por supuesto, en su corazón. El caso es que hacía ya más de trece años que el hombre había desaparecido y, según el testimonio de un empleado de la gasolinera, el sujeto, tras llenar el depósito y pagar la cuenta, mientras la mujer estaba en los lavabos, se había metido en el coche y había huido a toda pastilla sin que, en apariencia, nada más que su propia voluntad le hubiese obligado a hacerlo. Yo, con el instinto desarrollado en mi larga carrera de conflictos y frustraciones, siempre pensé que tras aquella desaparición había habido motivos inconfesables de cierta complejidad. Sin embargo, tras la experiencia de mi matrimonio con Brenda, llegué a la conclusión de que ella se bastaba muy bien sola para despertar en cualquier hombre la necesidad de hacerse invisible o desaparecer. 

No necesité mucho tiempo para descubrir y, posteriormente, demostrar ante el juez de familia, que las maquiavélicas ocupaciones de mi consorte, heredadas o aprendidas de sus oscuros matrimonios anteriores, eran causa suficiente para obtener de forma justificada el divorcio que yo había demandado. 

La única hija de nuestro infortunado matrimonio quedó a mi cargo y nunca hizo el más mínimo esfuerzo por mantener la turbia relación que le ofrecía su progenitora. Hoy es inspectora de la ONU y anda siempre en alguna parte, en alguna misión imposible, tratando de poner un poco de orden en este maltrecho mundo que nos toca soportar. Cuando tiene a bien contarme sus aventuras no puedo dejar de reírme de su ingenuo entusiasmo pero, sin embargo, me siento orgulloso de sus logros y admiro sus brillantes actuaciones. 

Hace tiempo que he llegado al convencimiento de que el único propósito de mi ex mujer consiste en vivir para verme arder en el infierno, aunque haya de inmolar a su hija para conseguirlo. Llegó a publicar un libro, escrito de su puño y letra, con una inventada biografía sobre mi persona. Nadie la creyó y, al final, su panfleto fue considerado como una ingeniosa obra de ficción, llegando a tener, sin embargo, un considerable éxito de ventas, gracias a su innegable talento literario. Esa extraña combinación, de éxito e incredulidad, curiosamente, terminó por desquiciarla aún más de lo que ya estaba.

Habiendo sido capaz de desterrar de mi mente la preocupación por el pasado, vivo placenteramente mi vejez y, de vez en cuando, envío unos cuantos poemas a mi editor, para no defraudar a los pocos lectores fieles que todavía me quedan.

He llegado a creer, porque es lo que me conviene, que lo mío fue un asunto de mala suerte, que ocurrió por culpa de lo mal que funciona la justicia en este país. Fue una verdadera tragedia que, después de todo, tuviese que salir por piernas en aquel petrolero, solo con lo puesto, y dejando atrás toda una vida, hacia un destino incierto del que solo los maleantes que me ayudaron a escapar conocían los verdaderos retos a los que acabaría teniendo que enfrentarme. Como es fácil imaginar, no dejé nunca de luchar contra todas las formas de autoridad que se me cruzaron en el camino, lo cual no justifica nada, pero, al final, acabé, como no podía ser de otro modo, cometiendo toda clase de tropelías, atentados por encargo, robos indiscriminados, secuestros y hasta eliminaciones selectivas. 

Ahora, a mis años, ya casi eternos, estando arraigado a la vida solo por la inercia de la costumbre, el sabor agridulce de mis recuerdos se presenta como un sucedáneo de las pasadas emociones, en la solitaria paz de la Pampa. Aquí todavía se pueden ver algunos indios y unos pocos caballos por las calles… 

Me alegro de que me localizaras. Quizás algún día podamos encontrarnos de nuevo, para despedirnos juntos de la vida, a las orillas de un gran río patagónico, mientras el sol nos brinda su último adiós.

 

Vicente Vázquez

www.vicentevazquez.com

 

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