El Tren de La Robla

Un relato de Vicente Vázquez

Opinion 09 de julio de 2023 Vicente Vázquez
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EL TREN DE LA ROBLA - HISTORIAS DEL TREN

 Hablando del tren de La Robla, siempre me viene a la memoria el tiempo que he vivido a bordo del mismo. Lo que quiero contar ahora es una pequeña parte, insignificante si se quiere, pero representativa de mi relación con este tren. En él han quedado escritas algunas partes importantes de mi vida y de las vidas de mis amigos y, en algún caso, tantas que, elevadas a la categoría de lo extraordinario, están a punto de que solo nos queden algunos pequeños huecos que rellenar con otras ilusiones. 

La primera vez que me subí a este tren debió ser para ir a Cervera de Pisuerga, un viaje corto de 36 kilómetros escasos, y lo debí hacer con ocasión de alguna de mis habituales visitas a la parte de mi familia que residía en esa localidad que, por otra parte, era el lugar de nacimiento de mi madre y el mío propio. Y esto debió ocurrir antes de que me diese tiempo a cumplir los diez años de edad. 

Durante esos años tuve ocasión de ser uno de sus pintorescos viajeros ocasionales, pero fue a partir de cumplir los dieciséis cuan se convirtió en mi modo de transporte más habitual, ya que fue a esa edad cuando mis estudios universitarios hicieron que tuviera que utilizarlo, más o menos, un mínimo de diez veces al año. Teniendo en cuenta además que también hice frecuentes viajes a León y teniendo en cuenta que desde Guardo tardaba unas tres horas a León y unas siete a Bilbao, así, a bote pronto, a los 21 años de edad debía yo haber pasado, en números redondos, unas quinientas horas a bordo de mi querido tren de La Robla, pero eso sí, casi siempre en primera clase, que tenía unos butacones enormes individuales, más parecidos a orejeros de salón que a asientos de tren, y tapizados con un material entre gomoso y plástico, de color azul oscuro, que les confería un aspecto hasta cierto punto lujosos para la época. Pero como la tercera clase, no había segunda, era donde estaba el ambiente y se cocía todo lo interesantes, yo me desplazaba de un lado para, entre los coches, y no perdía ripio de las cosas que  ocurrían en una o otra parte del tren.

Recuerdo un día, como casi  todos, en el que de la locomotora brotaban níveos gigantes que, con sus brazos abiertos, acariciaban las almas de las gentes que contemplaban resignadas el tránsito cadencioso del tren. Era todo un acontecimiento verlo surcar los campos agostados del cereal. Los campesinos, tan acostumbrados, ni siquiera levantaban la cabeza al verlo pasar, por no desatender sus labores. Sin embargo, algunas mujeres, más comunicativas y tiernas, agitaban al viento sus pañoletas para saludar, quizás por última vez, a los pasajeros, como si todos fuesen familiares, amigos o simples conocidos. Circulaba tan lento que daba tiempo a decirse, a voz en cuello, las últimas palabras, antes de que la distancia y el agudo silbido de la locomotora las sumiese en el silencio y el olvido.

¡La Noventa!… ¡Quien no sepa qué fue la Noventa no ha viajado en el tren de La Robla! La conocíamos nada más verla, así, a distancia; por su desparpajo, su petulancia, su potencia y su hermosura. Era tan grande que nunca antes hubiéramos podido soñarla de tamañas proporciones. Tenía en la parte más alta de la caja de los humos, como si fuese un sello de compromiso engarzado en la mano de un novio, pero en la base de la chimenea, un letrero cuadrado de hierro, enmarcado en bronce, sobre fondo rojo, en el que estaba escrito, también con números de bronce, su escueto nombre: “90”. 

En invierno, cuando la nieve se convertía en compañera inseparable de nuestras vidas, íbamos a la estación con el propósito de poder ver a la “90” equipada con una gran parrilla quitanieves que le colocaban en el morro. A aquel trasto algunos, sobre todo los ferroviarios de oficio, lo llamaban “deflector de objetos”; otros “espanta vacas” y, nosotros, los guajes, “quitanieves”. Era lo propio. En ocasiones había tanta nieve en las vías que solo la “90” podía hacer el recorrido completo, de León a Bilbao, sin tener que detenerse para posibilitar el paso del tren con las palas de mano. Por eso era necesario acoplarle a la locomotora, en la parte frontal, la parrilla “quitanieves”, que se parecía bastante, aunque fuesen cosas muy diferentes, al miriñaque que las mujeres elegantes de otros tiempos se ponían debajo de las faldas para resaltar la pequeñez de su cintura y sumir en el misterio más absoluto y provocador la ampulosa belleza de sus curvilíneas nalgas. 

A su paso, la “90”, gracias a su férreo miriñaque, dejaba, a cada lado de la vía, montoncitos de nieve, como si fuesen cordones de tapicero, de seda blanca trenzada, encantados de adornar los campos, mientras no los derritiese el perezoso sol del invierno.

Nada más salir del puente de hierro, sobre el río Carrión, en dirección a Santibáñez de la Peña, o antes de cruzarlo, en dirección a la estación de Guardo, había un tramo recto de más de un kilómetro de longitud. Era un trayecto sobre elevado, en forma de lomo de asno, con grandes cunetas a los lados, apropiadas para tenderse boca abajo, sobre las piedras del balasto, y apoyar las orejas en los raíles para oír el traqueteo del tren, mucho antes de que llegase al lugar donde nos encontrábamos. 

Allí mismo, junto a los prados del Soto, al amparo de los arbustos de saúco, salgueras y fresnos, nos sentíamos seguros y confiados de que la habitual intromisión de los mayores no pudiera echar a perder nuestros propósitos. Se trataba, ni más ni menos, que de aprovechar el paso del tren, con la “90” o sin ella, para fabricar formones con los que construir pequeños cascos de barco, hechos con cortezas de pino, que luego arbolábamos con mástiles y telas de sábanas viejas, hasta convertirlos en pequeños bergantines capaces de navegar por las turbulentas aguas del río Carrión, a su paso por los canales de la Confederación Hidrográfica del Duero. 

Colocábamos una punta grande de carpintero, con el extremo puntiagudo sobre el raíl, y en la cabeza, sujeta con piedras de balasto, atábamos una cuerda larga, para asegurarnos de recuperarla una vez que el tren hubiese pasado por encima de la punta, convirtiéndola en un formón más o menos rudimentario y afilado, con el que poder ahuecar las cortezas de pino y darles la forma más parecida al casco de una embarcación.

Nunca supieron nuestros padres cómo fabricábamos los formones con los que hacíamos los barcos de corteza de pino. Nuestro tren de La Robla tampoco se lo dijo a nadie. Quiero decir que el maquinista, a lo sumo, lo que pudo ver fue que nos escondíamos detrás de los arbustos que festoneaban las cunetas, y allí permanecíamos ocultos hasta que el tren había pasado de largo. Si alguna vez, por casualidad, nos vio, a pesar de nuestro camuflaje, no creo que pudiera descubrir el motivo de nuestro extraño comportamiento y, por  supuesto, las puntas que colocábamos sobre los raíles no pudo verlas ni sentirlas, ya que no alteraban en nada el previsto comportamiento del convoy.

Un día sucedió lo que nadie había podido imaginar y nos heló el corazón. Un compañero, uno de los nuestros, un niño, murió arrollado por el tren, justo en el tramo donde colocábamos las grandes puntas de carpintero sobre los raíles, para convertirlas en afilados formones. Sucedió como suelen suceder las grandes tragedias, de forma imprevista y fatal. No tuvo nada que ver con el asunto de las puntas. Parece ser, así nos lo contaron nuestros progenitores, que el chaval había ido a los huertos que había al lado de la vía, junto al río Chico, a llevarle algunos aperos a su padre que estaba allí faenando. Por lo visto, el muchacho vio que el tren, sobrepasado el puente de hierro, se le venía encima sin que él se hubiese dado cuenta a tiempo de lo inminente de su aparición. La sorpresa, unida a una supuesta incapacidad de reacción del guaje, la torpeza provocada por el azoramiento y otros factores que nadie pudo nunca determinar hicieron todo lo  demás. Se le encajó un zapato entre un raíl y una traviesa, trató de soltarse, desatar los cordones del zapato y salir corriendo. No le dio tiempo y el tren lo atropelló causándole la muerte instantánea. Hubo luto en todo el pueblo. Lo dijo el párroco en misa mayor y hubo un entierro multitudinario. No por ello dejamos nosotros de seguir fabricando formones, en la vía, con puntas grandes de carpintero. 

Esta es una pequeña historia, tan triste como verídica y, aunque ya nadie la recuerde, forma parte de lo que algunos llamamos memoria colectiva fermentada. 

Otro día, tal vez, trataré de recordar, de rescatar del baúl de los recuerdos, otras anécdotas, de amor y lujo, que tengan que ver con el tren de La Robla; como por ejemplo el día que una muchacha se subió al tren en Valle de las Casas y se bajó en León. La vi hacer lo mismo varias veces. Soñé que si le dirigía la palabra podríamos llegar a enamorarnos, y eso era algo que me habían dicho los mayores que tenía sus peligros.

 

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