La escalera de Jacob

Este relato fue presentado a la convocatoria de la editorial ExLibric titulada Relato 48. Se trataba de escribir un relato, en menos de 48 horas, que contuviese una frase que la editorial daba a conocer al comienzo del plazo marcado para la entrega. A esta convocatoria se presentaron 2.712 relatos y este fue considerado uno de los 48 mejores, pasando a formar parte de la publicación que ExLibric ha efectuado con el título Antología del Relato 48 2023.

Opinion 25 de junio de 2023 VICENTE VÁZQUEZ
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Antología del Relato 48 2023 - EDITORIAL EXLIBRIC

Hacía ya un tiempo que Matías se había visto obligado a cerrar su taller de carpintería. Vivía en un pequeño pueblo donde el cierre de las empresas mineras había dejado sin trabajo a todos sus habitantes. Allí solo quedaban los viejos, empeñados en no abandonar las casas donde habían nacido y pasado toda su vida. No pensaban, ni por asomo, en la posibilidad de emigrar a otros lugares. Seguían sintiendo un miedo atávico a lo desconocido. Sin embargo, los jóvenes en edad de trabajar, se habían marchado a la capital, o a otros lugares más distantes, incluso los más osados al extranjero. Allí solo quedaba la tierra abandonada, baldía, al cuidado de unos viejos que esperaban con resignación que llegase el momento de su último viaje, cuyo destino estaba escrito en los frontispicios de las lápidas sepulcrales de los que les habían precedido.  

La situación familiar de Matías se volvía insostenible por momentos. Ya nadie le encargaba trabajos, por pequeños que fuesen, a pesar de que las casas estaban cada vez más deterioradas, debido a las inclemencias climatológicas de los últimos inviernos. Pero nadie disponía de fondos para llevar a cabo las imprescindibles tareas de mantenimiento en que pudiera ser necesario un carpintero. Estaba casado y tenía dos hijos pequeños que alimentar. La pérdida de su empleo le había sumido en una profunda depresión. Pasaba el día deambulando, como un fantasma, de un lado para otro, sin rumbo fijo, por las callejas llenas de casas abandonadas en las que se había convertido el pueblo.

Se acercó a la cantina. Seguía abierta, a pesar de que prácticamente ya nadie la visitara. Muy de vez en cuando, de uvas a peras, pasaba por allí Valentín, el cartero, que ya casi estaba tan desocupado como su amigo el carpintero. Pero como no tenía nada que hacer y, si volvía a su casa, se iba a encontrar con una situación desastrosa, en la que reinaba el silencio cómplice de los derrotados, decidió entrar al establecimiento, con la esperanza de que ocurriese algo imprevisto que pudiera sacarle de la situación en que se encontraba. 

Se trataba de un colmado en el que se habría podido encontrar de casi todo, menos pescado fresco, antes de la gran desbandada poblacional producida por el cierre de las minas. Alimentos, aperos de labranza, artículos de ferretería, ropas de trabajo, cañas de pescar y, por supuesto, vino, orujo y algún que otro licor. 

Nada más traspasar el umbral, vio Matías que Valentín, acodado contra la barra del mostrador, apuraba un vaso de vino mientras conversaba con Luís, el cantinero. Hablaban del tema del momento. ¡Cuál sería el futuro inmediato del pueblo! Sin duda se trataba de un destino incierto. 

Como el propio Matías, todos los que todavía no se habían marchado, estaban sumidos en la más profunda de las desesperanzas. No podían esperar milagros.

Valentín, que acababa de regresar de uno de sus viajes a la capital, parecía tener alguna noticia fresca que comunicar a sus paisanos, y de manera muy especial a Matías, al cual, cuando se la comunicase, iba a provocarle más de un dolor de cabeza, aunque él todavía no estuviese en condiciones de poder asimilarlo. Se trataba de la oportunidad de conseguir un trabajo en la sinagoga de la ciudad. No hacía mucho tiempo que había fallecido el que había sido el carpintero de plantilla desde su fundación. Se trataba de un puesto de la máxima relevancia para la comunidad sefardí, ya que los trabajos a realizar siempre tenían algo que ver con los objetos sagrados del culto.  

Luis y Matías escuchaban con suma atención las palabras de Valentín y, a duras penas, conseguían guardar silencio, sin interrumpir lo que el cartero les estaba diciendo. Pero poco a poco les venía a la mente una inquietante cascada de incertidumbres. El asunto era tan extraño que, hasta cierto punto, parecía tratarse de una broma. Un puesto, tan humilde como el de carpintero, se vería sometido a la aprobación de un tribunal, presidido por el gran rabino sefardí de la sinagoga, que elegiría al artesano más idóneo, en sesión plenaria del consejo ancianos, a la vista de los merecimientos presentados por los posibles candidatos. Por otra parte, nada se decía acerca de la clase de trabajos, ni siquiera de los más inmediatos, que serían encomendados al que acabara siendo el nuevo maestro carpintero de la sinagoga.

Valentín se acercó al café Central, el más concurrido de la ciudad, con el propósito de encontrar, arrimando el oído a los corrillos de los contertulios, supuestamente conocedores de los entresijos de las altas esferas provinciales, alguna pista que ayudará a su amigo Matías a la hora de tomar una decisión sobre lo que se suponía que debería pronunciarse al presentar su candidatura. 

Pasó muchas horas vagando de un lugar a otro, como si fuese un espía, siempre con las antenas puestas y, en una de sus últimas inmersiones furtivas en los ambientes judíos, oyó y grabó a fuego en su memoria una misteriosa frase que muy bien pudiera ser la solución de todas las dudas que enturbiaban el alma de Matías. Como  si se tratase de un acertijo: “48 clavos necesitó el carpintero”. ¡Vaya por Dios! ¿Qué podrían significar semejantes palabras? Y, al parecer, el futuro de una familia, sumida en la desesperanza, podría depender del encuentro de la respuesta adecuada. Sabía Valentín, porque así se lo había contado Matías, que los clavos, desde la antigüedad clásica, eran un atributo del Destino, por lo que el poeta lírico romano Horacio (año 65 a.C.) lo ponía en manos de la Necesidad y la Fortuna. ¿Tendrían esas propiedades de los clavos algo que ver con el significado impenetrable de la misteriosa sentencia?

El cartero estaba acostumbrado a observar las conductas de sus semejantes. Su circunstancial trabajo de espionaje encajaba a la perfección con su oficio. Era un hombre prudente y hacía las cosas consiguiendo pasar desapercibido. No tardó mucho tiempo en descubrir, a pesar de los taimados comportamientos habituales de la comunidad sefardí, para qué había necesitado el carpintero, ya fallecido, los 48 clavos citados en la misteriosa adivinanza. 

Se trataba, ni más ni menos que, de una escalera. La sulläm (escalera en hebreo) del sueño de Jacob. No completa, ya que esta servía para unir el cielo con la tierra y tenía un infinito número de escalones. Mientras que la de la sinagoga, a la que hacía referencia la famosa frase, constaba tan solo de doce peldaños, cada uno de los cuales estaba unido a las guías laterales mediante cuatro clavos de hierro fundido de fabricación artesanal. Lo que hacía un total de 48 clavos. Era una escalera sagrada, cuya veneración estaba fuera de toda duda y, en justa correspondencia, su artífice había gozado en vida de reconocido prestigio en su comunidad. 

El angustiado Matías no podía ni siquiera imaginar los objetos de culto cuya elaboración pudiera entrar dentro del ámbito de sus competencias, en el supuesto caso de que fuese él el elegido para la vacante que había sacado a concurso la sinagoga. Sin embargo, a medida que se hacía consciente de las dimensiones de reto al que se enfrentaba, su angustia, poco a poco, sin prisa pero sin pausa, se iba transformando en esperanza. 

Su capacidad creadora iba a ser puesta a prueba. Tenía una cosa muy importante a su favor. Él también era judío y conocía la Ley. Sabía que eran 48 las vías por las que los fieles podían alcanzar el supremo conocimiento de la Torá. Una de ellas, posiblemente la más difícil de transitar era la vía de la humildad. Cada vía tenía su correlato en el comportamiento humano. Todas eran igual de importantes y por cualquiera de ellas se podía llegar al supremo conocimiento de Jehovah. 

Matías, había elegido siempre en sus comportamientos la vía de la humildad. Presentaría su propuesta, ante el gran jurado, a través de una de sus obras que fuese la viva imagen de esta virtud. El reto consistía en encontrar la forma adecuada para hacer visible, a través de un simple objeto, su propósito. Una cosa tenía clara. Fuera cual fuese el producto resultante de su capacidad creadora, la obra debería ser concebida y elaborada bajo el estricto cumplimiento y respeto a la simbología sagrada del número 48.

Estuvo considerando diferentes alternativas y, al final, se decidió por construir una cajonera, tipo cómoda, en la que guardar los clavos que serían necesarios para llevar a cabo los encargos que le hiciesen en la sinagoga. Eligió una madera de palo santo, la bursera graveolens, madera considerada sagrada por los pueblos sudamericanos, que tiene la sorprendente característica de que el árbol que la contiene florece el día de Navidad. El delicado perfume que se desprende del aceite de la planta hace que las virutas resultantes de la construcción del mueble puedan ser quemadas en un incensario, consiguiendo efectos similares a los de la cremación del ámbar.

La cajonera tendría, ya desde su diseño, cuatro filas de cajones, dispuestos en tres columnas, y cada cajón estaría dividido en cuatro compartimentos internos, con capacidad para guardar ordenadamente 48 tipos diferentes de clavos, de cabeza plana, punta perdida, anillados, de cabeza ancha, tapiceros, escarpias, de vidriero, de forja decorativa, de mampostería, y así hasta completar las 48 variantes, empleando para ello diferentes materiales, como el acero, el aluminio, la madera, el hueso, el marfil, el latón, el hierro, el alambre o el cobre. Las dimensiones del mueble, una vez terminado también deberían respetar la simbología sagrada de los números. Debería medir 48x48x24 centímetros, de alto, de ancho y de fondo. De esta forma pensaba Matías que sería capaz de dar adecuada respuesta a los deseos más exigentes de sus comitentes. 

Se puso manos a la obra. Desempolvó las máquinas herramientas que tenía abandonadas en el taller, adquirió los materiales necesarios y, contando con la inestimable ayuda y colaboración de Luís, dueño del abarrote encargado de los suministros, en tiempo récord consiguió que el mueble soñado fuese un bello objeto real al que solo faltaba adornar con varias capaz de barniz protector. Los frentes de los 12 cajones eran una magnífica colección de obras de arte, en las que las taraceas, realizadas mediante la incrustación de pequeños trozos de nácar, hueso, madera o metal, relataban referencias bíblicas, como el León de Judá, la estrella de David o el candelabro de los siete brazos, al estilo de las decoraciones utilizadas en los cofres sagrados, o arcas del pacto, donde se guardaban las dos tablas de piedra del Testimonio, es decir los Diez Mandamientos. 

Durante los días que utilizó Matías en la fabricación del mueble, el pueblo se inundó de los olores del palo santo y de la esencia de trementina que utilizaba para disolver los barnices elaborados a base de aceites naturales. Por las noches, antes de irse a la cama, recogía las virutas resultantes del corte de la madera y las quemaba en el brasero.

Llegó el día de la prueba. Era una soleada mañana de primavera. Había gran expectación entre los miembros de la comunidad judía. La noche anterior habían llegado a la ciudad todos los contendientes, cada uno con sus credenciales. El mueble de Matías estaba guardado, a buen recaudo, en una de las dependencias de la sinagoga. Lo habían transportado en la furgoneta de Luís y tan herméticamente empaquetado que no era posible imaginar lo que pudiera haber dentro de la caja de madera de abedul que lo contenía, la cual había sido diseñada también por Matías, de tal forma que descorriendo un par de cerrojos y pestillos quedaba al descubierto en cuestión de unos pocos segundos.

Concluido el examen de las credenciales, el gran rabino sefardí anunció formalmente la decisión final adoptada por el consejo de ancianos. La cajonera de Matías, provocando una gran admiración contenida, se había alzado con el unánime beneplácito de todos los miembros del jurado. Matías pasaría a formar parte de la plantilla de la sagrada institución tan pronto como él mismo estuviese en condiciones de asumir las responsabilidades y competencias de su nuevo empleo, no más allá de un mes antes de la solemne celebración del día de la expiación, el Yom Kippur, para el que, según el calendario hebreo, tan solo faltaba un mes.

Antes de dar por concluida la sesión, el gran rabino sefardí agradeció a todos su participación en el acontecimiento e impartió la bendición (beraká en hebreo) a todos los asistentes y a las cosas que los acompañaban.

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