Hacía veinte años que había acabado la guerra civil, pero para algunos seguían vivos casi todos los fantasmas que la habían provocado. Anselmo era uno de esos tipos que seguía viendo espectros por todas partes. Nada más conocerle, me quedé impresionado por su verborrea y, además, tenía visión panorámica, de tal forma que cuando uno de sus ojos miraba a Cádiz el otro lo hacia a Barcelona. No paraba de hablar por teléfono, con varios aparatos a la vez. Incluso cuando llegaba a casa, a eso de las ocho de la tarde, le seguían dando recados. Esta frenética actividad dejaba aturdido a cualquiera que estuviese a su lado.
Teniendo en cuenta sus conversaciones, me pareció que su interés, por extraño que pudiera parecer, se centraba más en los negocios que en la política. Lo cual encajaba a la perfección con su aspecto relamido de trajes príncipe de Gales, sus corbatas Hermès, y sus lustrosos zapatos Oxford. Sin embargo, a ratos, con sus más íntimos, no paraba de hablar de política, en términos absolutamente paranoicos y catastrofistas, como si el país volviese a estar de nuevo al borde de una nueva guerra civil.
Estaba a punto de llamarle por teléfono, pero pensé que sería mejor acercarme a uno de sus establecimientos para saludarlo personalmente. Tuve suerte y lo encontré al primer intento.
- ¡Hola, chaval!… ¿Cómo te va? ¿Qué te cuentas?
-Todo bien…, gracias. -Me costaba arrancar, pero le dije, casi de sopetón, que necesitaba su ayuda-. Tengo entre manos un asuntillo y he pensado que tú me podrías ayudar. Se trata de editar unos apuntes para venderlos en la facultad. ¿Conoces alguna imprenta de confianza?
Anselmo, sin articular palabra, me miró de arriba abajo de forma un tanto extraña. Yo no tenía ni idea de lo que pudiera estar cociéndose en su enorme cabezota, pero tuve la sensación de que su torva mirada me echaba el mal de ojo.
-Bueno…, no es nada importante. Si no puedes…, no pasa nada. -Tenía los nervios a flor de piel, por culpa de su silencio. Por fin abrió la boca.
- ¡Sí, hombre, sí! Yo te comprendo y, además… ¿Sabes que te digo? ¡Que tampoco tiene por qué enterarse tu padre!
- ¡Entonces!… ¿Qué…? ¿Me puedes echar una mano?
-Sí, sí… Déjame pensar. -Sacó una libretilla y se puso a mirar teléfonos-. Aquí tengo unos amigos que lo podrán hacer. Del precio no te preocupes; diles que hablen conmigo. Ya sabes, ¡hoy por ti y mañana por mí!
No me ha hecho todavía el favor y ya está pensando en cobrarlo, pensé para mis adentros, pero me limité a darle las gracias.
Hablé con el impresor y quedamos en vernos lo antes posible. No había tiempo que perder. Sin embargo, el sujeto no me inspiraba confianza y no pude evitar una extraña sensación de temor, que no obedecía a una causa justificada que yo pudiera identificar. Después de hablar con aquel individuo empecé a comprender que el mundo en el que se movía Anselmo estaba envuelto en un halo de misterio, cuyos códigos de comportamiento me resultaban extraños e incomprensibles.
El día estaba brumoso. Mi estado de ánimo, poco a poco, se iba poniendo a tono con el ambiente de la ciudad. No sabía por qué, pero estaba a punto de meterme en una inquietante aventura y, sin embargo, me invadía el desánimo, como si de repente hubiese perdido todo el interés por llevarla a cabo. Decidí vagar por las calles, sin rumbo fijo, casi sin darme cuenta de que me estaba calando hasta los huesos, a la espera de que sucediese algo; lo que fuese, cualquier cosa, con tal de que me sacase de aquella insoportable apatía.
Entré en uno de mis antros favoritos y me encontré de sopetón con mi compañero de pensión que me dijo, sin preámbulos, que debía abandonar el asunto de los apuntes, porque se me habían adelantado otros más listos que yo. Comprendí lo apurado de mi situación y llamé inmediatamente a Anselmo.
-Hola, ¿Qué tal? Verás… El tema de los apuntes… Va mal.
- ¡¿Y eso…?!
-Se me han adelantado los del centro de publicaciones de la facultad.
-Vale… Entiendo, no pasa nada… Ya llamo yo al impresor y me hago cargo de los gastos. No te preocupes. Son gajes del oficio. Lo importante es que no te desanimes. ¡¿Por qué no vienes a verme?!
Me pareció que Anselmo quería proponerme algo y no sabía cómo hacerlo. Casi sin darme cuenta, por puro instinto, me puse en guardia.
-Por supuesto, ¿cuándo te viene bien?
-Pásate por la tienda mañana… A eso de… Espera, déjame ver la agenda… Sí… Mañana es buen día. Pásate a eso de la una y almorzamos juntos.
No me fiaba de la espontánea generosidad de Anselmo. Yo sabía que, al final, todo tenía un precio, y sería mejor que lo conociese de antemano, si no quería llevarme alguna sorpresa desagradable.
Al día siguiente fuimos a almorzar a un bonito lugar, en las afueras. Anselmo, gracias a su mirada panorámica, con un ojo me vigilaba y con el otro miraba a Agapito, su chófer, y se limitaba a sonreír. A los postres, todo había ido bien y parecía que a Anselmo le costaba entrar en materia. No consigo recordar de qué estuvimos hablando. Sacó de uno de los bolsillos de su chaleco un puro habano, no muy grande, y me lo ofreció.
-Gracias, no fumo.
-Te he invitado porque tenemos que hablar de un asunto muy serio. Estás a punto de acabar la carrera; me consta que, con buenas notas, y ya eres un hombre hecho y derecho.
Parecía como si quisiese ofrecerme un trabajo, pero yo desconfiaba cada vez más de sus enigmáticos circunloquios. Guardé silencio y me mordí los labios, tratando de evitar cualquier gesto que pudiera interpretarse como de aprobación o rechazo de sus palabras.
-Como tú sabes… La situación en España es… ¿Cómo diría yo?... Lamentable. ¡Sí, esa es la palabra! Estamos asistiendo a una traición encubierta por parte del gobierno. ¡Ya sabes! Ganamos la guerra… ¡¿Para qué?! ¿Para que unos lameculos detenten el poder? ¡Para ese viaje no nos habrían hecho falta tantas alforjas!
-Pues, la verdad, Anselmo. No estoy al corriente, pero si tú lo dices...
- ¡Venga ya! No me tomes el pelo. ¿Es que no sabes que…? -Cortó la frase y se quedó mirándome, como si de repente se hubiese dado cuenta de que podía estar metiendo la pata-. No creo que sea necesario entrar en detalles. ¿Estás con nosotros…, sí, o no? ¡Esa es la cuestión! Los comunistas andan por todas partes. La prensa vendida; los ministros corruptos; el separatismo desbocado; en fin…, todo. España se hunde… ¡Como en el 36!
Yo no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. Por un momento me pareció que tenía delante de mí a un personaje de opereta, que se había caído de repente desde otra galaxia. Pero sus palabras no dejaban lugar para la duda. Me estaba proponiendo una participación directa en actividades subversivas. A punto estuve de soltar la carcajada, pero me contuve. Anselmo me había ayudado con lo de los apuntes y, por otra parte, sabía que las cosas iban muy en serio entre fanáticos de su cuerda. Agapito, el chófer, iba armado a todas partes, con una pipa de nueve milímetros que conservaba ilegalmente desde la guerra civil. Se me ocurrió que lo mejor sería salir de allí a escape, y como buenos amigos. Ya tendría tiempo de poner tierra de por medio.
- ¡Sí, claro!… ¡Estamos en el mismo barco! Por supuesto. Pero no veo qué pueda yo hacer para ayudar, sin meterme en líos, claro.
- ¡Estando en juego el futuro de España!… ¡Si uno tiene que meterse en líos se mete!
- ¡Pues… ¡Tú dirás! –A ver quién era el guapo que le llevaba la contraria.
-Por el momento, tienes que abrir bien los ojos, y las orejas. A su debido tiempo te daremos las instrucciones pertinentes. Tendrás un enlace. No tienes que conocer a nadie más. Eso es todo.
Desperté sobresaltado, con muy pocas ganas de levantarme de la cama, pensando en lo que pudiera pasar a continuación. Por dónde saldría Anselmo y cuáles pudieran ser las consecuencias de mi forzoso y desafortunado compromiso.
Fueron pasando los días y, como si yo no tuviese nada que ver con lo que iba sucediendo, mantuve la relación con Anselmo en una especie de estado de hibernación, hablando del tiempo y otras cosas intrascendentes, hasta que un día, habiendo sido invitado a almorzar en su casa, me presentó a su familia, su mujer y su hija. Enseguida me di cuenta de que el verdadero interés de Anselmo no era involucrarme en sus paranoicas conspiraciones antigubernamentales sino casarme con su hija que, por otra parte, resultaba ser una muchacha de bastante buen parecido, rica heredera, y muy dispuesta a obedecer lo que dispusiesen sus padres acerca de su futuro más inmediato, y así fue como me di cuenta de que estaba ante la gran oportunidad de mi vida. Acepté lo que se me ofrecía y no me arrepiento de haberlo hecho.
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