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Un enfrentamiento no carente de ironía entre los poderes civiles y eclesiásticos y entre dos facciones de estos últimos. Ocurrió en Guardo y yo que lo viví he tratado de contarlo con un deje melancólico y tierno.
CyL18 de mayo de 2023 VICENTE VAZQUEZYa hacía algún tiempo que disfrutábamos de una variada selección de sonidos y ruidos en la localidad y también de buena música. La sirena de la fábrica de explosivos; las campanas de la iglesia, para llamar a misa, al rosario, a difuntos, o a rebato, para advertir de algún incendio en el monte; el tren de La Robla, con sus potentes pitidos al pasar por el puente de hierro el mixto y los dos trenes de viajeros, el de las doce a Bilbao y el de de las ocho y las cuatro de la tarde a León. Además contábamos con la canción del cine Valdehaya, que se podía oír durante unos minutos antes del comienzo de cada sesión. ¡Guardo era diferente! Eso se sabía en toda la provincia, pero con la inauguración del cine Valdehaya el pueblo se volvió más singular.
Los domingos y fiestas de guardar, haciendo uso del magnífico templete situado en la plaza de la farmacia, la banda municipal, dignamente dirigida por don Luís Guzmán, amenizaba las tardes con conciertos de música clásica, interpretando piezas que causaban gran admiración y deleite entre un público melómano de gustos ciertamente refinados.
Don Lázaro, el cura párroco de la iglesia de San Juan, la del barrio Barruelo, el de los labradores, no debía estar muy de acuerdo con la letra del himno del nuevo cine; por lo que decía de unas mujeres hermosas. Aquello debió parecerle una provocadora blasfemia. Sin embargo, a pesar de lo que pudiera pensar en su fuero interno, era un hombre fiel a las costumbres, respetuoso con las apariencias y de comportamiento muy discreto. El “Capi”, dueño del cine, daba empleo a muchas familias y no era oportuno protestar por algo que a las gentes del pueblo les parecía de la menor importancia. La musiquilla era agradable, gustaba a los vecinos de la villa y, además, servía para saber qué hora era. Ni siquiera la inauguración del nuevo cine Bravo, de los mismos propietarios que el viejo y ya inexistente Corcos, vino a alterar en nada el aprecio popular sentido por las tonadillas de su competidor.
Las cosas cambiaron cuando el Señor Obispo nombró párroco de la nueva iglesia de Santa Bárbara, la de las nuevas casas baratas, a un sacerdote que se sabía que era miembro del Opus Dei -don José- que, además, tenía sus particulares ideas sobre la emisión de ondas sonoras en el espacio acústico de la villa. No se sabe si fue un efecto de contagio provocado por las coplas del cine Valdehaya o el deseo de evangelización de los vecinos poco aficionados a la misa de los domingos, pero el caso es que el nuevo párroco mandó instalar unos potentes altavoces en la torre campanario de la nueva iglesia y, con ayuda de estos conos parlantes, hacía audibles sus homilías, lo quisieran o no, a todos los habitantes del pueblo que estuviesen a una distancia no mayor de dos quilómetros a la redonda. O sea, toda la parte baja del casco urbano.
Era otra forma más de reconocimiento y ocupación del espacio. Estaba la gente tomándose un vermut mañanero y oía, al mismo tiempo que sus conversaciones privadas, las reflexiones pastorales que se derivaban de la epístola de San Pablo a los corintios, por poner un caso que le suene a todo el mundo.
El nuevo cura dejó claro que el mismo derecho le asistía a la iglesia para hacer marketing de sus liturgias que el que pudiera asistirle a la industria cinematográfica. Lo curioso del caso es que allí no se mosqueó nadie. Todos asumieron el tema con verdadera flema británica.
No se puede decir que hubiese conflicto, ni competencia de ninguna clase, entre las emisiones sonoras del himno del cine Valdahaya y los sermones del párroco que se oían por los altavoces del campanario de la iglesia de Santa Bárbara. Sin embargo sí lo hubo en la relación entre las dos parroquias o, para ser más exacto, entre los dos curas. Al de San Juan no le gustaban los altavoces del de Santa Bárbara. En casi todas las familias del pueblo se hablaba de la novedad y cada uno tenía su particular opinión al respecto, incluso aquellos que no iban nunca a la iglesia. Pero el tema merecía la pena, porque desde el primer momento todos fueron conscientes de las diferencias que poco a poco iban a surgir entre los dos pastores de almas y, aunque no lo reconociesen, aquella rivalidad tenía algo de especial, algo que la gente encontraba un punto divertido.
La antigua parroquia, la de San Juan, sentía como suyos todos los pasos procesionales de la Semana Santa, que eran donaciones de fieles y compras llevadas a cabo por la iglesia desde hacía ya bastantes años. Además, administraba, desde siempre, la ermita del Santo Cristo del Amparo, situada a las afueras del pueblo, por encima de los barrios de Las Rozas y Explosivos, ya camino de San Pedro de Cansoles.
Parece ser que el Señor Obispo pasó por alto estos detalles sobre la adscripción de la pertenencia de los referidos objetos e infraestructuras del culto a una u otra de las dos iglesias existentes en el pueblo, o que no tenía competencias para modificarlos, o no quería, o creía que eran cosa de poca importancia. Pero se equivocó. Fuera por lo que fuese, se equivocó de medio a medio; porque el nuevo cura no estaba dispuesto a aceptar las cosas tal como se le presentaban y exigió, desde el primer momento, que se declarasen de uso compartido los pasos procesionales y la ermita del Cristo. De hecho, ésta última, se encontraba en un lugar más cercano a la nueva iglesia de Santa Bárbara que a la antigua de San Juan.
Por efecto de las diferencias y, sin duda alguna, de la presión ejercida por los feligreses, partidarios de uno u otro de los dos sacerdotes, se formaron dos bandos, a la manera de los enfrentamientos tradicionales de la política española de la Primera República. Los liberales y los conservadores. Los primeros disfrutaban de las homilías dominicales a golpe de altavoz audible en cualquier lugar del pueblo, y los conservadores disfrutaban al ver las rabietas de los otros que, por no tener, ni siquiera disponían de pasos procesionales para las celebraciones de la Semana Santa.
No se veía que aquel asunto marchase por buen camino, ni tuviese trazas de resolverse de una forma civilizada. La batalla no era fácil de ganar. El cura conservador contaba con los de siempre, los de toda la vida, los de los barrios viejos, los labradores. Apoyando al nuevo estaba la pequeña burguesía de los barrios de la parte nueva, los de la vega, que veía bien la llegada de aires renovadores, aunque fuesen del Opus Dei. De hecho se formó un grupo de seguidores de esta corriente. Pero con todo y con eso no era suficiente, o ellos pensaban que no lo era. El conservador estaba enrocado y no veía necesidad alguna de cambio del estatus quo imperante, y el liberal no estaba dispuesto a aceptar la indigencia de objetos de culto a la que se veía sometido.
Para ganar la batalla muchos pensaban que era necesario salir a la calle, tratando de convencer a las gentes indecisas. Y así fue que, sin que nadie se diese cuenta, se presentó una circunstancia propicia para romper el equilibrio altamente inestable que mantenían los párrocos con gran esfuerzo y sufrimiento.
En los barrios de Explosivos y Las Rozas hubo un enfrentamiento entre las mujeres y los guardias civiles, con motivo de una protesta popular contra los vertidos de productos químicos de la fábrica en los arroyos cercanos a las viviendas. Por pura casualidad pasaba por allí el cura párroco de San Juan, famoso por su comedimiento, cuando, para sorpresa de todos, se colocó al frente de la manifestación de mujeres que los guardias civiles intentaban disolver. Con aquella intervención la balanza se inclinó de manera muy favorable hacia los conservadores, y el incidente fue tema preferido de conversación en todos los corrillos del pueblo, incluidos los de las sacristías.
-¡Con qué salero se ha puesto don Lázaro a defender los intereses de la gente sencilla! -decían los conservadores.
-¡Esas no son formas propias de un cura como Dios manda! -replicaban los liberales.
Detrás de estas dos posturas debía haber cierta obstinación, porque no fue necesario que pasase mucho tiempo para poder asistir a un nuevo enfrentamiento, pero con el agravante de que se produjo estando los dos sacerdotes frente a frente y discutiendo, sin poder evitarlo, de todo lo que se les pasó por la cabeza sin que fuesen, ni el uno ni el otro, capaces de controlar sus impulsos viscerales. Lamentablemente los rumores llegaron incluso a afirmar que los curas se habían perdido el respeto, llegando a un cierto grado de violencia física.
Se hizo necesaria la intervención, tardía a todas luces, del Señor Obispo que aplicó, como no podía ser de otra manera, una solución salomónica.
Los sacerdotes fueron enviados ambos a lugares, distintos y distantes, y las dos parroquias se unificaron para pasar a ser una sola con dos iglesias. Lo que nunca se pudo determinar fue la influencia de las hermosas hijas del dueño del cine Valdehaya en aquellos dramáticos sucesos en los que, a buen seguro no habían tenido nada que ver.
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