El Hombre Foca

Todos tenemos tatuado en nuestra memoria fotogramas de nuestra infancia, adolescencia o primaria madurez que nos han marcado sustancialmente la vida. Muchos de ellos no tienen una explicación coherente para gozar de esa importante vitola, sin embargo, ahí están presentes y de alguna forma, dictando nuestros comportamientos.

Opinion27 de abril de 2023 VICENTE VAZQUEZ
DannyKaye
DANNY KAYE -TCM

No teníamos fuentes luminosas como las de los palacios reales, ni siquiera como las que había en la capital; pero al atardecer, el sol, como un novio furtivo que besara con su cálida mirada los robles de las colinas del oeste, entonaba una sinfonía de colores que presagiaban mágicos sueños en la noche por llegar. 

También había personas radiantes, a pesar de ser de carne y hueso, cuyas vidas llamaban poderosamente la atención de los más jóvenes. Uno de ellos era un señor de considerable fortuna, ya entrado en años, al que llamaban el “Capi”; otros, por motivos muy diferentes, eran los curas de las iglesias de San Juan y Santa Bárbara y, por supuesto el famoso Hombre Foca, el titiritero conocido como “Barba Ché” o “Barbi Foch”, pues respondía a cualquiera de estos tres apelativos. Visitaba el pueblo, de vez en cuando, casi siempre en verano, como si fuese un árbol de hoja caduca que alcanzara su  esplendor al madurar la primavera. 

Don Aquilino, al que todos llamaban el “Capi”, era abogado, juez de profesión y capitán jurídico militar, dueño de la empresa minera Antracitas de Valdehaya y de un cine del mismo nombre, cuyo estreno, a finales de los años cincuenta, causó admiración en toda la comarca. En sus primeras sesiones exhibió dos cintas memorables: Marcelino Pan y Vino, en sesión matinal gratuita para los pequeños, y El hundimiento del Titánic, en sesión de tarde y noche, para los mayores. De esa forma comenzó su andadura la gran fábrica de sueños de los pueblos de la montaña. En el frontispicio que encuadraba la pantalla de proyección, había figuras alegóricas de algunas de las ninfas del Olimpo, pintadas por Timón -un conocido artista local- que, en realidad, eran los retratos idealizados de las dos hijas adoptivas de don Aquilino.

Todas estas personas, cada uno a su manera, eran apreciadas y conocidas en el pueblo, y despertaban gran interés entre la chiquillería, que trataba de descubrir las razones por las cuales habían llegado a desarrollar una vida tan distinta de la que se les ofrecía a ellos en las escuelas y, por supuesto mucho más interesante.

En dura competencia con los poderes establecidos, en lo que a llamar la atención de los más pequeños se refiere, el autodenominado Hombre Foca llamaba la atención por su inusitada capacidad para desafiar las leyes de la física. Era uno de aquellos famosos titiriteros de los años cincuenta, que recorrían sin descanso todos los pueblos del norte. Anterior al insólito “Pecho Duro”, también conocido como Karpanta, o “Pecho de Acero”, que gustaba de atarse en sus espectáculos con gruesas cadenas, para luego romperlas con la simple fuerza del aire de sus pulmones. 

El Hombre Foca era un joven alto y delgado, rubio pajizo, casi intangible. Daba la impresión de estar sometido a un estricto régimen vegetariano que le permitía disponer de la energía necesaria para llevar a cabo los duros ejercicios con que alimentaba la imaginación de los niños. Su aspecto nórdico, como si procediese de alguno de los países bálticos, recordaba ligeramente al famoso actor Danny Kaye; con poco pelo en la parte superior delantera de la frente, y una barbilla muy prominente, en consonancia con una nariz aguileña y fina. Solía viajar en bicicleta, con algún que otro artilugio necesario para llevar a cabo los números de su insólito espectáculo. Tenía la cara agradable y sonriente, a pesar de sus rasgos angulosos y alargados. Lo más característico, sin duda, de su fisonomía facial, era el desproporcionado tamaño de su mentón; ya que sobresalía más allá de la proyección vertical de la nariz, formando una plataforma adiposa que servía a las mil maravillas para las exhibiciones acrobáticas de sus números circenses. Recordaba a las ascéticas representaciones escultóricas de los monjes de Zurbarán y los famosos grabados de Doré, de la edición ilustrada del Quijote. Sus pequeños ojos azules despedían fuego. Al menos eso era lo que sentían sus entusiastas admiradores. 

Su llegada al pueblo era siempre motivo de gran alegría, ya que todos sabíamos que ese día, y si no al siguiente, le veríamos ejecutar sus inigualables números en la plaza del barrio de La Fuente, donde se celebraban de forma habitual las ferias de ganado.

            “Esta noche, a las nueve en punto, y si el tiempo no lo impide, actuará en la plaza del barrio de La Fuente, el gran “Barba Ché”. El mundialmente famoso Hombre Foca. Entrada libre. Se recomienda que los niños vengan acompañados por alguno de sus familiares.”

            Había juegos de manos, atracciones de fuego, cuchillos y espadas y otras muchas maravillas; pero lo más espectacular fueron siempre las actuaciones de las que los chavales creían poder sacar algunas enseñanzas prácticas. La primera de ellas consistía en mantener el equilibrio en una bicicleta de una sola rueda, al tiempo que la hacía girar en un plano paralelo al suelo, sobre un único punto de apoyo y sin avanzar ni un milímetro, aunque de vez en cuando se desplazara de un lado para otro. Los muchachos no pudieron por menos de pensar que aquel experimento debían practicarlo con su propia bicicleta, porque era importante comprobar que en el único punto de contacto de la rueda con el suelo no tenía por qué haber rozamiento digno de mayor consideración. Y, de momento, ahí quedaba la cosa. ¿Sería posible llevar a cabo semejante proeza? 

La otra gran actuación era la que justificaba el nombre de “Barba Ché” del artista. Mostraba la gran fuerza y destreza de la barbilla superdotada de aquel personaje inolvidable de nuestra infancia, y consistía en mantener en perfecto equilibrio, en posición vertical, tan sólo apoyada en aquella protuberancia facial, una gran viga de cemento armado –de más de seis metros de largo- de las que se utilizan habitualmente para el alumbrado público. Allí estaba toda la chiquillería, en silencio absoluto, con la respiración contenida y los ojos abiertos como platos, al amparo mágico de una noche cargada de estrellas, convencidos de que lo que hacía el Hombre Foca era solo posible aceptando que se trataba de un ser dotado de grandes poderes, fuera del alcance del resto de los mortales. “Barba Ché” era capaz de soportar aquel enorme peso en equilibrio y, además, lo levantaba a pulso, con sus manos, y sin ayuda de nadie, hasta acomodarlo y mantenerlo en aquella extraordinaria plataforma en que se había convertido su impresionante barbilla. Todos los niños, boquiabiertos y extasiados, contemplábamos al artista, como si estuviésemos viendo un milagro, le queríamos y le admirábamos por encima de cualquier otra consideración.

            En los días siguientes a las mágicas actuaciones de “Barba Ché”, no hacíamos otra cosa que practicar el equilibrio con las escobas de barrer la casa, apoyadas en la barbilla, lo que provocaba algún que otro incidente doméstico. En mi caso particular, hay que decir que seguía dándole vueltas en la cabeza a lo de la rueda de la bicicleta que parecía no tener rozamiento. Estas disquisiciones me llevaron a pensar que bajando la Cuesta de las Monjas, de regreso al pueblo, con mi bicicleta lanzada a toda pastilla, en plena pendiente, sería posible darle vueltas al manillar. O sea, hacer girar la rueda delantera en un plano paralelo al suelo y conseguir que la bicicleta siguiese avanzando longitudinalmente cuesta abajo. Por supuesto, mi habilidad con aquel trasto era considerable, ya que bajaba aquella cuesta todos los días, como el que lava, sin manos y hasta sin pies, tumbado horizontalmente sobre el sillín. Sin embargo algo me decía que aquello que estaba imaginando no sería posible realizarlo sin acabar estrellado contra el suelo. El tema me parecía muy peliagudo, interesante, pero peliagudo, porque sólo encontraba una manera de resolver el dilema que se me planteaba, que no era otra que llevar a cabo el experimento.

Me lo estuve pensando durante varios días, incluso llegué a comentarlo con mis amigos más íntimos. La respuesta que obtuve fue siempre la misma. Todos me pronosticaron un verdadero descalabro. Yo no podía soportar por más tiempo la tensión y el desasosiego que sentía en mi profundo deseo de imitar a mi admirado titiritero. Una tarde, dispuesto a disipar todas mis dudas, en solitario, sin testigos que pudieran certificar el estrepitoso fracaso de mi atrevimiento, me lancé cuesta abajo, agarré con fuerza ambos lados del manillar, me encomendé a todos los santos y me dije a mí mismo, en silencio, con esa voz interior en la que se adivinan las palabras sin que haya necesidad de llegar a pronunciarlas, que, fuera cual fuese el resultado de mi osadía, iba a salir de dudas de una puñetera vez. 

Giré el manillar, a izquierda y derecha, con toda la rapidez de que fui capaz y,… ¡nada más!… ¡Allí se acabó todo! Recuerdo que salí despedido por encima del manillar, sintiendo que la bicicleta se me metía debajo de las piernas. Puse las manos por delante y aterricé contra el asfalto como mejor pude, hasta que perdí el conocimiento y no fui capaz de recordar nada más. 

Poco a poco se me fue haciendo perceptible el suave susurro de una dulce y melancólica voz que decía:

“¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado? ¡Este hijo se me muere!”

            Era mi madre. Me di cuenta de que estaba en casa, en la cama, con los brazos destrozados, llenos de raspones ensangrentados, envuelto en vendas blancas, tintadas de un rojo sangre sucio, ya casi seco; pero fuera de peligro y plenamente consciente, y satisfecho por haber tenido la valentía de comprobar hasta qué punto era posible el disparate de avanzar longitudinalmente con la bicicleta, al tiempo que daba vueltas sobre el eje del manillar la rueda delantera. Ya no me quedaba la menor duda de que el rozamiento era un fenómeno físico de sustancial consideración, cuyo comportamiento obedecía a las leyes inmutables de la naturaleza, y eso era algo que debería tener en cuenta en ocasiones futuras.

            Las heridas se curaron pronto, Las cicatrices desaparecieron sin dejar rastro y, sin embargo, en mi mente permaneció grabado, para siempre, el recuerdo de las maravillas llevadas a cabo por el ínclito personaje de mi infancia al que todos llamaban el gran “Barba Ché”.

 

Vicente Vázquez 

(www.vicentevazquez.com)

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