LA SERRERIA (2ªParte)

Un relato de Vicente Vázquez. www.vicentevazquez.com

Opinion24 de marzo de 2023 VICENTE VAZQUEZ
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Con el paso del tiempo, siempre le pareció al presunto desterrado que su aprendizaje laboral había tenido que ver con oficios que ya se intuía, por aquel entonces, que siendo ruinosos iban a terminar por desaparecer. 

Hasta es posible que sus padres llegaran a tener en cuenta este tipo de consideraciones cuando se fueron convenciendo, cada vez con mayor determinación, de la necesidad de que el muchacho adquiriese una formación propia de las típicas ocupaciones que se daban en las ciudades, como la abogacía, el ejército o la medicina. 

Se oían muchos comentarios mordaces sobre lo barato y bueno que era el carbón polaco, o el belga, respecto del español. La agricultura y la ganadería, a pequeña escala, tal como se practicaban en aquellas tierras, también eran actividades marginales, desde el punto de vista económico, tendentes, más tarde o más temprano, a desaparecer. De hecho hoy, habiendo pasado ya más de medio siglo, no hay nadie, o casi nadie, que siga explotando las tierras, ni ordeñando vacas u ovejas, ni dedicándose a la producción de carne a pequeña escala, como se hacía entonces; entre otras cosas porque las regulaciones pertinentes no lo permiten y los asentadores tampoco. El negocio de la serrería era el que con más claridad estaba condenado a su desaparición más inmediata. Hacer un buen carro de vacas ocupaba el tiempo de trabajo de varios hombres durante varios meses y ya no quedaban muchos carros de vacas que fabricar. Las instalaciones fabriles, de infraestructuras y máquinas herramientas necesarias para su fabricación, eran costosas de mantener y los conocimientos necesarios para ejercer el oficio, con la debida calidad, requerían no poca formación y destreza. 

Ya en aquellos primeros días pasados en Cervera se pudo dar cuenta el muchacho de las dificultades económicas por las que pasaba la serrería de los Sierra. No era difícil advertir que las cosas andaban de mal en peor, ya que los encargos llegaban cada vez más espaciados y los costes fijos seguían siendo los mismos. 

La tía Eulalia preparaba la comida para el Sr. Juez y se la llevaba la prima Katy, al mediodía. La primera vez que acompañó a su prima al juzgado, ella le dijo que le enseñaría la cárcel donde había estado preso el asesino de la muchacha de la fábrica de galletas de Aguilar de Campoo. Entraron, por una puerta muy grande, a un zaguán y de allí partía una escalera ancha, de madera, con balaustrada, también de madera, a ambos lados. El recinto estaba medio en penumbra. Tan sólo se filtraba la luz por un patio que había al fondo, detrás de la escalera, el patio de la cárcel. Arriba, como si de una aparición sobrenatural se tratase, estaba esperándolos, o sencillamente dio la casualidad de que salía en aquel momento a la galería superior del inmueble, el Sr. Juez. Daba la impresión de que su aspecto era, por lo menos, tan tétrico como el que hubiera podido tener el asesino al que se había referido la prima Katy. El juez iba vestido todo de negro, desde los zapatos hasta la corbata. Lo único que no era negro era su cabello, ya parcialmente canoso. Era un tipo delgaducho y largo, y sus manos, apoyadas en la baranda, parecían tener sólo huesos descarnados. Era la viva imagen del Dómine Cabra. El niño se agarró fuertemente a la mano de su prima y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no salir corriendo a escape de aquel siniestro lugar. Allá arriba, visto desde abajo, el Sr. Juez parecía un ser malvado, como si su figura se hubiese deformado por el efecto de su inconfesable afición al disfrute del sufrimiento de los demás. 

Oyeron una voz cascada y tenue, de viejo, que les decía que dejasen la cazuela, con el almuerzo, en la cocina, y luego desapareció de manera misteriosa, tal como había surgido momentos antes de la oscuridad. Cumplieron el encargo y volvieron a bajar al piso inferior. Debajo de la escalera, al fondo, estaban los calabozos, con un par de celdas a cada lado del patio, y una simple reja de gruesos barrotes de hierro que servía como única separación. Todas las celdas estaban vacías. Entraron en la que Katy dijo que había estado encerrado el asesino. Las paredes estaban llenas de desconchones y muchos escritos, y tenían por único mobiliario un somier destrozado que se mantenía sobre cuatro patas metálicas. Los escritos decían casi todos lo mismo. Eran las cuentas de los días de estancia en la prisión de los que por allí habían pasado o de los días que les faltaban para salir en libertad, hechas mediante trazos verticales, marcados con algún objeto punzante en el yeso que recubría las paredes, y cruzados por uno transversal en grupos de cuatro. Las cuentas eran largas, muy largas. También encontraron verdaderas sentencias filosóficas sobre la vida, la libertad, la cárcel, las mujeres y la muerte. Cuando hubieron leído casi todos los textos, imaginando lo que pudiera haber pasado por la mente de los presos, abandonaron el sórdido lugar, no sin antes imaginar lo duro que debía ser pasar allí ni tan siquiera una sola noche de invierno.

Las perspectivas del negocio de la serrería eran poco halagüeñas, pero, de momento, el tío Jesús tenía varios encargos y era necesario atenderlos. A la mañana siguiente se levantaron temprano para elegir los mejores tablones con los que comenzar a trazar y cortar las piezas necesarias para fabricar un carro. Revolverían en el depósito de las maderas secas y, si no encontraban las adecuadas, elegirían troncos enteros sin desbastar, algunos de una calidad excepcional. Los días siguientes los pasaron aserrando troncos y tablones en los fosos. Por las noches dejaban funcionando la afiladora de las cintas de sierra, para que al día siguiente el corte estuviese en perfectas condiciones. 

Marcaron con plantillas los moldes de las diferentes piezas del carro, las cortaron, las cepillaron, cajearon los ejes de los radios y probaron que todas las piezas del puzle fuesen encajando, con cada una de sus partes, en el sitio correspondiente. Además de las piezas de madera debían contar con el eje de las ruedas y las llantas, que eran de hierro y necesitaban ser trabajados en la fragua. El eje era una gruesa barra de hierro que se iba moldeando por calentamiento y golpes en el yunque, con unos machos grandes, al principio, y luego con martillos más pequeños. El hierro se ponía al rojo vivo y a través de las diferentes tonalidades se sabía si era el momento oportuno para golpearlo en el yunque o era necesario seguir calentándolo. El trabajo era muy duro, aparte de exigir al mismo tiempo no poca precisión. Al golpear el hierro se podía ver cómo goteaba el sudor de la frente del tío Jesús y de sus ayudantes, no sólo por el esfuerzo realizado, sino también por el tremendo calor que se desprendía del hogar de la fragua.

La colocación de las llantas era un trabajo de cierta coordinación y destreza, ya que se debían encajar rueda y llanta en un tiempo récord. Lo primero era dar la correcta forma circular a la llanta, casi del mismo radio que la rueda, pero un poco menor. Era una cuestión de milímetros. Luego había que cerrar la llanta, para lo cual era necesario hacer dos labios, contrapeados en los extremos, calentando el metal y golpeando con los machos. Preparada  la unión de las dos partes, se hacía la soldadura y se remataba la junta. Cuando ya estaban listas las dos piezas, rueda y llanta, aunque todavía separadas, se hacía una gran hoguera, donde se calentaba la llanta al completo y de una sola vez. 

 La hoguera se montaba en el patio. Justo al lado de la fragua había un pequeño foso de agua con un soporte vertical donde, a su debido tiempo, se colocaban la rueda y la llanta, ya ensambladas, y se las hacía girar sobre el soporte para que toda la junta quedase inmediatamente empapada en el agua del foso situado debajo del soporte. La tarea más delicada era la colocación, en horizontal, de la llanta sobre la rueda y su posterior encaje a base de golpes. El trabajo se debía realizar con rapidez si no se quería echar a perder la rueda. Dos hombres colocaban la llanta casi incandescente sobre la rueda, por medio de unas grandes tenazas, mientras que otros dos golpeaban con precisión en los puntos estratégicos elegidos por su destreza y experiencia. Una vez concluido el trabajo todos los participantes quedaban en silencio, completamente exhaustos por el esfuerzo realizado. Ya sólo faltaba sujetar las dos partes con grandes tornillos pasantes y rematar los últimos detalles. 

Al niño desterrado, que ya no lo era tanto, le gustaban los carros terminados, con el color natural de la madera, todavía sin pintar. Algunos se dejaban así, y le parecía que no cabía mejor acabado que la propia veta de la madera desnuda, solo barnizada. Sin embargo al tío Jesús le gustaba pintarlos de alegres colores, y a los agricultores que se los habían encargado también.

Pasaron los meses como si fuesen semanas y las semanas como si fuesen días, y se quedaron grabados a fuego los recuerdos de los placeres de los días de Cervera, con los baños en el río Pisuerga, a la altura de la Bárcena, los golpes certeros del martillo sobre las puntas, los cangrejos del hijo menor de la Cascarita, las mermeladas de la tía Eulalia y los carros de vacas del tío Jesús. 

Ya había llegado el añorado momento de volver a casa, que ya no lo era tanto. Todo llegaba a su fin. Pasó por allí un amigo del padre del niño. Tenía un bonito coche negro, un Mercedes, cuadrado, como un cajón con ventanas y morro delantero. Todo muy reluciente, con sus bonitos espejos retrovisores, un pequeño pescante exterior en las puertas, forrado de goma negra, con ribete blanco, igual que los neumáticos; las aletas del morro, tenían rendijas, a modo de persianas, para favorecer el enfriamiento del motor. El hombre se detuvo en Cervera para decirle al muchacho que, si estaba de acuerdo, le llevaría de regreso a la casa de sus padres, ya que de otro modo debería regresar por sus propios medios, al día siguiente, en la línea. El chaval se mostró encantado con el ofrecimiento que se le hacía, ya que el viaje en coche particular, muy poco habitual en aquellos días, prometía ser mucho más agradable, a pesar de tener que adelantar en medio día la vuelta, pero también era cierto que ya tenía ganas de volver a estar cuanto antes con sus padres.

Era ya de noche cuando salieron de Cervera. No tenían mucho de qué hablar, salvo lo puramente convencional. El qué tal te lo has pasado y cosas por el estilo. En los momentos de silencio el muchacho observaba las luces de los faros alumbrando las hierbas de los bordes de la carretera, como si estuviese viviendo un sueño o algo totalmente efímero, como lo había sido su supuesto destierro, pero, sin saber por qué, con la convicción de que aquellas imágenes se le quedarían grabadas en la memoria como el recuerdo de las muchas cosas que habían pasando, casi atropelladamente, en su vida, sin que le hubiese dado tiempo a comprender su verdadero significado.

El automóvil se deslizaba con suavidad, provocando una deliciosa sensación de ingravidez. Un total de treinta y seis quilómetros para volver a casa, tratando de grabar en la memoria los inolvidables momentos de un afortunado destierro, cuyos primeros pasos estuvieron invadidos por el miedo y la desconfianza.

 

Vicente Vázquez 

(www.vicentevazquez.com)

 

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