VICENTE VAZQUEZ: 'El Autobús Riaño - Guardo'

Vicente Vázquez mantiene una vinculación estrecha con la literatura y los libros en los que se apoya para como él dice: "sobrevivir en un mundo hostil". Economista y Humanista, fue colaborador habitual del diario INFORMACIONES, en la sección de economía de los jueves, y de la revista Cuadernos para el Diálogo, dirigida entonces por don Joaquín Ruíz-Giménez. En la Comunidad de Madrid participó en el diseño y puesta en marcha del Plan de Financiación de las universidades públicas madrileñas. A comienzos de 2021 publicó su primera novela, «A la vuelta de la esquina», y a comienzos de 2022 la segunda que lleva por título, «Cicatrices». Desde este digital nos invita a un viaje por las letras y sus pensamientos llenos de montaña. Hoy: 'El Autobús Riaño Guardo'.

Opinion24 de diciembre de 2022 VICENTE VÁZQUEZ - Escritor
EL AUTOBUS RIAÑO GUARDO
EL AUTOBUS RIAÑO GUARDOVICENTE VAZQUEZ

La distancia de Riaño a Guardo es de treinta y seis quilómetros, más o menos, pero los locales dicen treinta, porque es una cifra redonda, fácil de recordar; aproximadamente la misma que hay desde Guardo a Cervera de Pisuerga, o a Saldaña; pero una al este y la otra al sur, mientras que Riaño está al norte, ya camino de Oseja de Sajambre.

Sin embargo, si medimos la distancia por la proximidad o lejanía de los sentimientos de las personas que habitan en estos lugares, los treinta quilómetros se convierten, casi sin darnos cuenta, en décimas de milímetro, en unos casos, y en más de cien leguas en otros, dependiendo de la empatía o antipatía, la necesidad o la indiferencia, o el amor u odio compartidos por las personas que por uno u otro motivo se desplazan de acá para allá.

Igualmente, la magnitud de la distancia recorrida, la que de verdad cuenta, la que se siente, no solo en las piernas, o en cualquier otra parte del cuerpo, sino también en el alma, es inversamente proporcional a la edad y al estado anímico de quiénes la recorren. Interminable y agotadora para un niño ansioso que regresa de vacaciones a casa después de un trimestre soportado en el internado, y tan fugaz como el destello de un rayo en primavera para dos jóvenes enamorados que han tomado el autobús, caso de que el que circulaba entre Riaño y Guardo en los años sesenta del pasado siglo pudiera catalogarse dentro de semejante categoría, con el firme propósito de escapar de la vigilancia, pegajosa, pastosa y obstinada, de la carabina colocada a sus espaldas por sus progenitores.

De todo esto y mucho más fue testigo mudo, durante muchos años, Quico, el dueño, conductor, mecánico y alma mater de aquella tartana melancólica que cubrió, de forma regular, el trayecto Riaño-Guardo, ida y vuelta, por la mañana, y lo mismo por la tarde. Algo parecido ocurría con el destartalado y viejo autobús de la línea AJA que pasaba por Saldaña, en la que uno de los personajes más entrañables era Alejandro, el cobrador, tan singular y digno de buenos recuerdos como su compañero de oficio. Pero hoy nos toca hablar de Quico y de su autobús a Riaño.

El coche de línea de Riaño solía parar, en Guardo, en la Fuente de los Cuatro Caños, junto al hostal Montañés, bien aparcado junto al surtidor de la CAMPSA, el único del pueblo. Sin embargo y teniendo en cuenta que, en las paradas, a Quico siempre le gustaba disfrutar de un cigarrillo liado de Ideales, se desplazaba, sin prisas, hasta el bar de enfrente, el Castilla, regentado por el inefable Pelayo, y desde allí, habiendo dejado abierta la puerta de del autocar, veía cómo los viajeros iban ocupando sus asientos, a la espera de que llegase la hora de la partida.

Nadie recuerda haberle visto perder los nervios a Quico por ningún motivo. Y los había, sobre todo cuando el motor no quería arrancar, por el frío o vaya usted a saber porqué, y no quedaba más remedio que dar vueltas y vueltas a la pesada manivela del arranque manual hasta conseguir la continuidad del run run cansino del motor perkins de no sé cuántos cilindros. Siempre ocurría cuando uno menos se lo esperaba, pero semejante inconveniente quedaba siempre resuelto antes de la hora fijada para la salida.  

Aquel vehículo, azul y gris, de morro alargado, donde se asentaba el motor, a pesar de su vetustez, se parecía muy mucho a los que salían en las películas de Hollywood; en concreto a uno en el que Richard Burton hacía de guía turístico en “La noche de la iguana” y, por supuesto, viajaban en él hombres y mujeres tan apuestos e interesantes como Richard Burton o Ava Gardner, todos ellos naturales de los pueblos por donde discurría en accidentado trayecto de la línea.

A Quico todo aquello le parecía bien. Era un hombre de apariencia estoica, siempre vestido con una chaqueta americana, de color azul marino, de tela de algodón o gabardina, y una boina negra tan asentada sobre su cabeza que daba la impresión de que Quico había nacido ya con ella puesta. Nadie recuerda, al margen de su mujer y sus hijos, haberle visto nunca sin boina. A juzgar por  sus comedidos modales, sus parsimoniosos andares, su pausada y escueta conversación, era evidente que su carácter también tendía a considerar de la menor importancia los naturales contratiempos que cualquier ser humano debe afrontar a lo largo de su más o menos azarosa vida.

Lo mismo le daba que sus clientes fuesen ganaderos de Siero de la Reina, que mineros de Velilla del río Carrión, de Valverde de la Sierra o de Besande, que jóvenes con ganas de juerga, dispuestos a agotar las noches en las verbenas veraniegas. Pero había una pareja de su especial predilección, una de esas de enamorados que se las arreglaban para  escapar casi todos los días, sobre todo en verano, de la vigilancia de sus padres. Salían de Guardo en el primer autobús de la mañana, se sentaban en los asientos del fondo, donde generalmente no iba nadie, por lo incómodo del traqueteo provocado por los baches. Hablaban en voz baja, solo para ellos, y su conversación era la mínima indispensable para justificar sus interminables besos. Se bajaban en Riaño, y desaparecían por  los innumerables caminos, entre las huertas, a la orilla del río Esla, en dirección al Puente Bachende o a la Puerta, según los días y las circunstanciales preferencias. A la media tarde, regresaban a Guardo y siempre daba la impresión de que lo hacían más enamorados a la vuelta que a la ida.

Es una verdadera pena que Quico no nos haya dejado ni siquiera unas mínimas notas escritas sobre tales aconteceres. No solo sobre estos jóvenes, que con gran merecimiento podrían haber aspirado al título de “los amantes de Riaño”, sino sobre tantas y tantas anécdotas, de toda índole, ocurridas a bordo de su ruidoso vehículo; y cómo fue cambiando el paisaje con los años, como las verdes praderas que había al abandonar Guardo se convirtieron en gasolineras y naves industriales.  Y, sobre todo, cómo Riaño quedó anegado por las aguas, motivo por el cual ya nunca más volvió Quico a hacer el trayecto por el Puerto de Monteviejo,  desde donde se veía, en los días sin nubes, la majestuosa imagen piramidal del Pico Espigüete.  Muy grande fue también el cambio en el paisaje cuando surgió de la tierra la torre de la central térmica de Velilla, y más aún cuando desapareció.

Eso es lo que ocurre cuando uno se muere, que todo lo suyo, y casi todo lo que ha vivido y ha visto desaparece. No solo desaparece la persona, el muerto, sino todos sus recuerdos no registrados. Incluso sus cosas, a las que tanto quiso en vida, también desaparecen, y nadie sabe bien a dónde van a parar. Por eso es tan importante contar lo que nos pasa, para que nuestras experiencias y nuestras imágenes se integren en la memoria colectiva y, de esa forma, no desaparezcan para siempre.

Vicente Vázquez 

vicentevazquez.com

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