Los posos de la memoria

Opinion29 de diciembre de 2023 VICENTE VÁZQUEZ
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QUITA SINFONIA DE BEETHOVEN -WIKIPEDIA

Hay caminos que van siempre a lugares que conocemos, y los andamos, una y otra vez, en un vano intento por encontrar respuestas a preguntas que ni siquiera somos capaces de plantear. 

 

A veces, pasa tanto tiempo, antes de volver a recorrerlos, que las huellas que pudimos dejar ya han desaparecido. Más que huellas observables, se trata de emociones melancólicas, que dejamos abandonadas sobre las ramas de los árboles, o en cualquier otra parte, como la cerca carcomida de un huerto, o las vías abandonadas de un tren de vía estrecha.

 

          El ligero olor que se desprende de una brizna de liquen desprendido de un roble, el perfume indescriptible de un tronco quebrado por una ráfaga de viento, cualquier quejido silencioso del bosque, nos provoca un aluvión de recuerdos, y no podemos evitar los perniciosos efectos de la nostalgia. Queremos recuperar el tiempo perdido y nos ponemos a soñar.

Una forma interesante, a la vez que íntima, de hacerlo, consiste en escribir cuentos, o relatos, según se prefiera, en “andante con moto”, como si al hacerlo sonara de fondo la 5ª sinfonía de Beethoven. La conocida como la Sinfonía del Destino, en recuerdo de las palabras que dijo su autor cuando le preguntaron por el sentido de las cuatro notas de inicio de la misma: 

“Así llama el destino a la puerta”

          A veces discurren los posos de la memoria, las menos, entre bloques abigarrados de ladrillo, cristales y hormigón, en medio de avenidas asfaltadas. Y otras, las más, entre las tupidas arboledas que brotan a lo largo de las veredas de los ríos que van a dar a la mar. Aguas arriba y, a veces, aguas abajo, según cuál sea el vahído del alma y los impulsos de la caprichosa intuición que surge en la soledad de los primeros días del otoño, cuando las hojas caídas hacen que la tierra se cubra de un manto cristalino y húmedo, acorde con el resurgir de nuestros aletargados anhelos, tras los excesivos rigores del tórrido estío.

Tratando de encontrar una razón que justifique mi introversión, caí en la cuenta de que en los comienzos de la ciencia se extendió la creencia de que la Naturaleza estaba formada por cuatro elementos –Tierra, Agua, Fuego y Aire– y de ellos dependía el comportamiento del mundo y de los seres vivos. Más tarde se incorporaría el Éter, quinto elemento del que estaban hechas las estrellas.

          El filósofo más celebrado de los pre-socráticos, Tales de Mileto –el que se cayó a un pozo mientras paseaba mirando al cielo, intentando descubrir el misterio de las estrellas–, considerado como uno de los siete sabios de Grecia, pensaba que todo tenía su origen en el agua. No deja de ser sorprendente ese emparejamiento de sus dos grandes obsesiones, el agua y las estrellas. Pensaría que tenían algo en común, o quizá sintió que el misterio que albergaba el agua era tan profundo como el que se oculta en las estrellas. Lo cierto es que su tropiezo, y posterior caída al interior del pozo, supuestamente lleno de agua, debió servirle para apaciguar su espíritu, gracias al tibio contacto con el líquido elemento. En cualquier caso, desde Tales de Mileto, el agua ha quedado asociado, en nuestra cultura, a uno de los grandes misterios de la existencia; y hasta tal punto es cierto que no es posible la vida en ausencia de del agua. Sin embargo, han sido los poetas, con sus metáforas, los que han alcanzado la sublime identificación del ser humano con el líquido elemento y, en particular con los ríos, que se convierten de esta forma en el remedo de la vida que se disuelve en la inmensidad del mar.

          Para algunas culturas indígenas del continente americano el agua tiene que ver con el otoño que, por otra parte, es para nosotros otro símbolo del sentir característico de la melancolía, esa alteración del estado del alma que se ahoga en la tristeza, como nos ocurre cuando pensamos en la muerte. 

          Para Hipócrates el funcionamiento del cuerpo está determinado por cuatro líquidos, la flema, la sangre la bilis amarilla y la bilis negra y, según cuál sea el fluido predominante, surgen los caracteres flemático, sanguíneo, colérico y melancólico, respectivamente. Aristóteles identificó la flema como la sustancia –pituita– segregada por la glándula pituitaria. 

Para Gastón Bachelard –filósofo francés del siglo XX y autor, entre otras múltiples obras, del ensayo titulado “El agua y los sueños”– los sueños de los pituitosos, los que Hipócrates asocia con el carácter flemático, tienen que ver con lagos, ríos, inundaciones y naufragios; o sea, con el agua en algunas de sus diferentes manifestaciones.

          También Empédocles establece el vínculo  entre el agua y el carácter flemático, más dispuesto a comprender los cambios que irremediablemente  se producen en el comportamiento humano, en justa correspondencia con el continuo discurrir del agua y su permanente maleabilidad.

          Otro griego –Heráclito, el Oscuro– fue el que dijo que no era posible sumergirse dos veces en el mismo río, porque aunque el río sea el mismo el agua que por él discurre es siempre diferente y nosotros también somos diferentes. Esa es la famosa parábola a la que alude Borges en su celebrado poema del que entresacamos alguno de sus bellos mensajes:

Somos el agua que se pierde, no la que reposa…

el río, y el griego que ,,, mira en el rio… 

su reflejo en el cambiante espejo, …

en el cristal que cambia como el fuego,

Somos el vano río prefijado, rumbo a su mar.

 

Fantaseamos con el agua acogedora del seno materno, antes del alumbramiento, cuando la madre remoja sus píes, agobiada por el calor del tórrido verano, a la orilla de un río que pasará a formar parte de nuestro mítico destino. Y con el agua ansiada que sacia la sed tras el esfuerzo. El agua de lluvia que riega el campo, y discurre en escaleras, aguas abajo, siguiendo el curso cantarín de los arroyos. Pero también con el agua violenta, inclemente y fría, que destruye cosechas. Y, por supuesto, con el agua misteriosa, de ignoto fondo, como la de la lagunas cenagosas del río Estigia, donde Aquiles adquirió la invulnerabilidad del cuerpo, salvo en el talón que, a la postre, le condujo al descanso eterno. 

Narramos experiencias en las que, de una u otra forma, está presente el agua; en un río, una torrencial tormenta, un lago, o una imaginaria inmersión en la melancolía, en medio de una densa niebla otoñal, a sabiendas de que todo tiene un fin, a pesar de la deseada inmortalidad del alma. Y tratamos de redimirnos dejando constancia escrita de la vivencia, a modo de conjuro. En un intento desesperado de aniquilación del inexorable discurrir del tiempo.

El poso de la memoria es el contrapunto de la Historia con mayúsculas, y carece de toda pretensión de veracidad. Es la idealización caprichosa y subjetiva de lo que, sin llegar a ser, pudo ocurrir. No necesariamente fiel a los recuerdos, pero sí lo suficiente como para que lleguemos a creer cierto lo que contamos y, por supuesto, conseguir que también se lo crean nuestros lectores.

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