Águila Real

VICENTE VÁZQUEZ

Opinion14 de noviembre de 2023 VICENTE VÁZQUEZ
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AGUILA REAL -WIKIPEDIA

Siempre me encantaron las escapadas que hacía al monte Corcos, a la más mínima ocasión propicia para ello. Hasta el punto de que solía aprovechar los descuidos de los profesores, en la vigilancia de las clases de bachiller, en la academia Santiago, para escaparme saltando por la ventana desde un primer piso a la calle. Siempre contaba con algún compañero dispuesto a fugarse conmigo, independientemente de lo que luego pudiera pasarnos en casa, cuando se enterasen nuestros padres de nuestra fechoría, por otra parte bastante habitual.

          Desde la más tierna infancia tenía yo esa fijación con el corazón del bosque. Y creo que tuvo su origen el día en que, acompañando a mi tía Chelo, un ser excepcional que atesoraba en su interior todos los misterios de la naturaleza y, por supuesto, la magia propia de los habitantes de los montes, al abandonar el pueblo por las veredas que se adentraban en el valle de san Quirce, comenzó a contarme historias de brujas, al tiempo que me llamaba la atención para que escuchara atentamente todos los sonidos misteriosos que dispersaban sus murmullos entre los árboles, sin que fuese posible adivinar el origen de los mismos y, en especial, el canto de los grajos que, según ella, producían un eco misterioso, cuyo encanto, de prestarle atención, nos conduciría a ignotos lugares, donde ya nada podría salvarnos del embrujamiento. Ella se lo creía a pies juntillas, porque siendo niña le ocurrió a su madre que, siguiendo la repetitiva cantinela de los negros pajarracos se perdió en media de tupidas arboledas y allí estuvo, pasando hambre y frío hasta que el ayuntamiento, advertida su ausencia, organizó una partida de búsqueda, compuesta por algunos vecinos voluntarios que pudieron dar con ella y rescatarla antes de que la cosa pasase a mayores.

          Fuera como fuese, mis amigos y yo encontrábamos suficientes motivos para justificar nuestro díscolo comportamiento, aunque no supiésemos dar ninguna clase de explicaciones al respecto, ya que sabíamos que nuestros argumentos no eran aceptados en el mundo de los mayores.

          Desde que mis padres me regalaron la carabina de aire comprimido, el deseo de perderme en el corazón del bosque se había incrementado considerablemente. Ya no me limitaba a disfrutar de las múltiples sensaciones que experimentaba en mis paseos solitarios y silenciosos; los olores típicos de la vegetación, la vida natural que brotaba bajo el manto de las hojas muertas de las hayas, los robles, abedules, acebos, manzanos silvestres o serbales; el canto de los pájaros, los misteriosos ruidos no identificados que podían estar provocados por osos, lobos, linces, raposos, hurones, o ciervos; sino que además tenía la oportunidad de utilizar mi escopeta para practicar la caza de pajarillos o simplemente para disfrutar del ejercicio del tiro contra objetos inanimados.

Hacía tiempo que teníamos localizado un gran nido de águilas reales, más arriba de la tercera bocamina, monte a través, siguiendo alguno de los poco reconocibles senderos que conducían al corral de la cabaña. Era un lugar lleno de hermosura y misterio; tan solo violado por las escasas excavaciones de calicatas que hacían los mineros con el afán de descubrir los lugares más propicios para iniciar nuevas labores en la minería del carbón. El nido lo habían descubierto los obreros y fueron ellos los que nos revelaron su existencia. 

Un buen día, ya avanzada la primavera, aprovechando que era festivo y que no se trabajaba en las minas, nos acercamos al lugar donde se encontraba el nido. Sentíamos con tal fuerza el deseo de saber lo que ocurría allí arriba, en la copa de un altísimo roble, que, a pesar de ser conscientes del peligro, acordamos que uno de nosotros treparía hasta la copa del árbol para ver lo que estaba pasando, ya que los mineros nos habían dicho que era época de cría. Entre tanto, los demás, atentos al posible retorno de las águilas progenitoras y conscientes del peligro que pudiera conllevar semejante osadía, nos apostamos sobre el suelo, mirando al cielo, con nuestros tirapiedras preparados para proteger al asaltante, y yo con mi flamante carabina de aire comprimido. Así fue como descubrimos que en el nido había tres huevos, tan grandes o más que los que ponían las gallinas en los nidales que había en el corral de nuestros abuelos.

Los días siguientes al insólito hallazgo estuvieron llenos de ansiedad. No sabíamos qué hacer, ni qué pudiera suceder con las crías de águila real a punto de salir de los huevos, y tampoco sabíamos qué pensaban hacer al respecto los mineros. Nos encontrábamos, en una palabra, desbordados por los acontecimientos. 

Al cabo de un tiempo no demasiado largo, tal vez una semana, un día, a media tarde, lucía un sol espléndido, y uno de mis mejores amigos vino a buscarme a casa, como hacía siempre, para escaparnos al monte con el firme propósito de comprobar lo que pasaba en el nido de las águilas, y me dijo que los mineros habían cogido ya los pollos y los habían traído al pueblo. Salimos a la calle y enseguida vimos a un hombre, al que llamaban Escabeche, que, sentado en el suelo, apoyado contra la pared de su casa, tenía en el regazo a uno de los polluelos. La verdad, él mismo tenía cara de águila, con su nariz corva, sus ojos saltones y su pelo entrecano peinado hacia atrás, de manera que sus ojos sobresalían todavía más de sus órbitas. Nos conocíamos muy bien porque trabajaba en las minas, con nuestros padres y sabíamos que nos apreciaba.

El polluelo que tenía Escabeche entre las manos era tan grande como una gallina y estaba cubierto de plumón blanco, como si alguien lo hubiese metido dentro de un envoltorio de algodón que le cubriese por completo. No sé muy bien cómo pasó, pero el caso es que yo me hice cargo de aquella criatura. Me daba mucha pena pensar en la madre y, en cierto modo, me sentía aliviado por no haber tenido nada que ver con el asalto al nido pero, a su vez, era consciente de la gran responsabilidad que había asumido al hacerme cargo del animal. Tendría que cuidarlo y darle de comer todos los días. 

Mi madre me ayudó mucho y, antes de mi viaje a Ponferrada, ya había crecido tanto que había cambiado todo el plumón por plumas de color marrón pardo y gris. Vivía en el espacioso balcón de la casa de mis padres y me daba cuenta de que, de un momento a otro, sería capaz de emprender el vuelo y desaparecer de mi vida para siempre.

Yo sabía que, a pesar de lo mucho que me gustaba León, por la tarde, después de comer en el recoleto restaurante donde solíamos almorzar después de las sesiones interminables de de mi padre en la Mutualidad del Carbón del Noroeste, no me quedaría más remedio que subirme al automotor de Ponferrada, toda una innovación de la tecnología ferroviaria, donde me esperaban mis tíos, que me habían invitado a pasar unos días en su casa. Iba a encontrarme con los primos, a los que veía en raras ocasiones y, además, iríamos todos los días a bañarnos a las piscinas de la térmica. Sin embargo, a pesar de todos los atractivos del viaje, echaba de menos mis escapadas al monte Corcos, y sobre todo, a mi águila real, que había quedado al cuidado de mi madre.

Estaba a punto de subir a bordo del automotor de Ponferrada y no podía dejar de pensar en lo que le pudiera estar pasando a mi querido aguilucho. Mi madre me había prometido solemnemente hacerse cargo de la criatura, pero yo, la verdad, no las tenía todas conmigo. 

Los días pasados en casa de mis tíos estuvieron llenos de emocionantes e imprevisibles acontecimientos, como el que ocurrió el día que fuimos en tren a una romería que se celebraba a orillas del río Burbia, a las afueras de Toral de los Vados. Era un lugar de ensueño. Las familias, acomodadas en la pradera, al resguardo de los árboles de la ribera, se afanaban en tenerlo todo preparado para disfrutar de una apetecible comida campestre, mientras los más jóvenes nos bañábamos en las cristalinas aguas de una poza que había en un recodo del río. Oímos los gritos de una muchacha que, al tiempo que agitaba desesperadamente sus brazos fuera del agua, pedía ayuda porque se estaba ahogando. Enseguida se lanzaron al agua varios hombres, la rodearon y pudieron rescatarla sin que el incidente pasase a mayores. Era la primera vez que yo veía una cosa así y quedé muy impresionado. 

Al volver a casa, a pesar de estar cargado de recuerdos, sentí renacer en mi interior el desasosiego y la inquietud, al pensar en el destino que habría podido tener el águila que había dejado al cuidado de mi madre. Mi angustia no duró mucho tiempo, ya que, enseguida descubrí que el pájaro había volado. Mi madre me dijo que lo había cuidado con todo esmero, hasta el día en que, capaz de alzar el vuelo por sus propios medios, había desaparecido para siempre. Me explicó que el lugar más apropiado para él era el bosque donde había nacido y yo no pude por menos de dejarme convencer.

Volvería a viajar a León en múltiples ocasiones, y a sus pueblos, como cuando iba a pescar truchas al río Esla, en Riaño, o al Yuso, en Villafrea de la Reina; o como cuando fui a la ciudad, sola y exclusivamente para comprar moscas ahogadas artificiales que montaba un conocido artesano, de nombre Bernardo Alonso, cuyas creaciones gozaban de gran prestigio entre los pescadores de toda la comarca; y siempre sentí, en todos esos viajes, el embrujo que ejercían sobre mí las tierras leonesas.

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