¡León tiene muy buen comercio!

Opinion 24 de octubre de 2023 VICENTE VÁZQUEZ
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PLAZA MAYOR DE LEON - RRSS

Viviendo a la misma distancia de Palencia que de León, las ocasiones para viajar a una u otra de las dos ciudades se presentaban casi con la misma frecuencia. Pero al estar mi pueblo en la provincia de Palencia, la necesidad de viajar allí era algo más habitual, con motivo de los exámenes del bachiller en el Instituto Jorge Manrique, las visitas a los médicos de la Seguridad Social o la realización de ciertos trámites administrativos. 

Sin embargo, como me dijo mi padre cuando lo acompañé por primera vez en uno de sus múltiples viajes: 

“¡León tiene muy buen comercio!”

Esa era la principal razón, aunque no la única, que incitaba a viajar a esta ciudad. Mi padre lo creía hasta tal punto que, cuando decidí casarme, me dio una generosa cantidad de dinero y me dijo: 

“¡Vete a León y compra todo lo que necesites!”

Yo, más ingenuo que el pingüino del ascensor, un día de verano, con un sol espléndido, acompañado por mi novia y un buen amigo, me planté en la ciudad a media mañana, después de pasar tres horas, un tanto melancólicas, a bordo del tren de la Robla. 

Siempre que viajaba en la Robla me asaltaba la melancolía. Sobre todo desde el día que vi por primera vez los bellos ojos negros de la muchacha que se subía en Valle de las Casas. 

Ya en León, yo seguía ensimismado en mis recuerdos juveniles, pero enseguida me perdí en el entramado de calles del barrio húmedo, y acabé sucumbiendo a los múltiples encantos de los comercios de la calle de La Rúa. Compré unos bonitos zapatos negros, una elegante camisa, de un color tan pálido como el de los trigales tostados al sol, y un precioso bolso de viaje de cuero rojo que, sin saber muy bien para qué podría servir, resultaba ser un objeto francamente atractivo. 

Cuando llegué de vuelta a casa y le enseñé a mi  padre lo que habíamos comprado, no daba crédito; y se preguntaba si no sería que los nervios de nuestra inminente boda nos habrían trastornado, hasta tal punto, o estábamos tan enamorados, que nos comportábamos como auténticos tontos de remate; sin tener ni idea de lo que uno pudiera necesitar cuando se va a casar. Así de sencillos y poco exigentes éramos nosotros; y así de claro era mi padre, un tipo del que no se podían esperar paños calientes. Tan claro que se le veía venir a quinientos metros pero, eso sí, siempre cargado de ternura. 

Mi padre viajaba con frecuencia a León, porque allí estaba la sede de la Mutualidad del Carbón del Noroeste, de la cual dependían muchas cuestiones relacionadas con su trabajo en las minas. Siempre quise que me dejase acompañarle a León en alguno de sus viajes, y no desperdiciaba la más mínima ocasión para convencerle de que así lo hiciese. Sobre todo porque cuando volvía a casa lo hacía bastante animado, de muy buen humor y lleno de regalos para toda la familia, y en especial para mi madre. 

No recuerdo bien cuándo fue la primera vez, pero sé que, al salir de la estación, fuimos hasta la Plaza de la Inmaculada, que era donde estaban las oficinas de la mutualidad y me dijo: “Tienes toda la mañana para visitar León y a las dos en punto me esperas aquí. Saldré a buscarte y nos iremos a comer  a un buen restaurante donde me conocen y nos atenderán estupendamente. No pierdas el tiempo. No dejes de visitar San Marcos, San Isidoro y la catedral”.

Desde la Plaza de la Inmaculada hasta la calle principal había pocos metros. Cuando llegué al cruce me asaltó la primera duda: “¿debía ir a la izquierda o a la derecha?” Alguien me dijo que por la izquierda, sin desviarme ni un ápice, llegaría a la catedral; pero por la derecha, al final de la calle llegaría a ver el convento de San Marcos, aguas arriba del río Bernesga, más o menos a la altura del puente romano. Solo me faltaba averiguar dónde se encontraba San Isidoro, y necesitaba saberlo, porque era muy importante demostrarle a mi padre que podía confiar en mí, dejándome descubrir los encantos de la ciudad de sus amores por mis propios medios y, de esa forma, convencerle de que podría acompañarle en otros viajes. 

Obtuve las oportunas indicaciones y me puse en marcha, decidido a seguir al pié de la letra los consejos paternos. Lo que no sabía era hasta qué punto iban a afectar aquellas visitas a mi estado de ánimo. Luego, pasados los años, en todos mis viajes posteriores a León, pude comprobar que me volvían a asaltar sentimientos muy similares a los experimentados la primera vez.

No tenía yo una clara inclinación hacia el arte, la cultura o la arquitectura, y precisamente por esa razón, en San Isidoro, después de observar el templo y, sobre todo, los frescos y capiteles del Panteón Real, me invadió una extraña sensación de hartazgo; como si lo que contemplaba fuese algo superior a mi limitada capacidad de entendimiento. Ya en el exterior, cuya arquitectura me resultaba igualmente impactante, me senté en un banco de la plaza, cansado y acomplejado. Necesitaba sosegar mi ánimo antes de continuar con las visitas a la catedral y San Marcos. Si no se me pasaba la desazón no podría llevarlas a cabo, y estaba seguro de que mi padre me preguntaría inmediatamente, en cuanto volviésemos a vernos, qué me habían parecido aquellos monumentos. Me aterraba tener que reconocer que le había defraudado.

Los inconfesables anhelos de mi primer viaje a León no tenían nada que ver con el arte, ni con lo que pudiera pensar mi padre al respecto. Para mí, lo más importante era disfrutar de la oportunidad de viajar con él y aprender de todos los pequeños detalles que ocurrían a cada instante, por el simple hecho de estar a su lado. Era una época en la que mi adoración por su persona rayaba en lo meridiano y quería vivir esa experiencia en exclusividad, al margen de la presencia de mis hermanos. Me fijaba en su comportamiento y me parecía que, de todo lo que él hacía, podía aprender muchas cosas. Me sentía seguro a su lado y era un gran placer sentir su proximidad. Sin embargo, no había llegado aún el momento en que yo pudiese hablar con él de semejantes intimidades. 

Mi paseo hacia la catedral se complicó inesperadamente, debido a que me llamó poderosamente la atención un gentío que transitaba afanosamente por las calles adyacentes, y no pude dejar de seguir la corriente de los transeúntes, convencido de que me llevarían a lugares ignotos que se me antojaban cargados de interés y del misterio propio de lo desconocido. 

Y así fue como asistí a mi asombroso descubrimiento de La Plaza Mayor. Tuve la sensación de que regresaba a un pasado que debía haber conocido en las vidas anteriores que hubiera podido tener, o que se me había transmitido como parte de la memoria colectiva de mis antepasados. El caso es que me sentí subyugado por la fuerza de los acontecimientos y por el encanto de un escenario cargado de claras reminiscencias ancestrales. 

En la plaza, atiborrada de comerciantes, a buen seguro, habrían ocurrido, en otros tiempos, historias fantásticas que yo sentía flotar en el ambiente, como si pudieran volver a suceder en cualquier momento. Me quedé tan colgado de mis lúdicas elucubraciones que se me olvidó continuar andando hacia la catedral y San Marcos. Todo lo que me llamaba poderosamente la atención estaba en aquella fantasmagórica plaza. Quería recorrer sus arcadas, una por una, y comprobar qué había, o qué estaba ocurriendo, en cada uno de los comercios allí ubicados, y también en los puestos callejeros, donde los agricultores se afanaban en vender una gran variedad de productos cultivados en sus huertas y los artesanos las curiosas filigranas fruto de sus variopintas habilidades.

Se me fue la olla y ya no estaba seguro de poder llegar a tiempo a la cita con mi padre. En cualquier caso, no podría completar la visita a todos lo monumentos que me había sugerido; pero estaba seguro de que, después de oír lo que tenía que decirle, sobre la profunda impresión que me había causado la plaza mayor, él lo comprendería.

El almuerzo, en el pequeño restaurante, se grabó en mi mente como una experiencia inolvidable. Había tan solo cuatro mesas y un camarero vestido con chaquetilla blanca y pantalones y pajarita negros. Tendría unos cuarenta años y era muy agradable. Recuerdo sobre todo el suculento solomillo, servido con guarnición de patatas fritas, del que di cumplida cuenta. Me gustó tanto que, a lo largo de mi ya dilatada existencia, el solomillo se ha convertido en mi comodín, cuando no encuentro en los restaurantes algo significativamente sugerente que despierte mi apetito.

A la salida, todavía, tuvimos tiempo suficiente para dar un agradable paseo hasta el río y contemplar el exterior del impresionante monasterio de San Marcos. 

A la vuelta, en medio de la gran avenida Ordoño II, antes de llegar a la plaza de Santo Domingo, de camino hacia la estación de la Robla, pasamos por una lujosa armería, ante cuyo escaparate no pude por menos de detenerme, pidiendo a mi padre que me dejase entrar para ver las magníficas carabinas de aire comprimido que estaban expuestas en la vitrina. Se me iban los ojos detrás de aquellas maravillas. Para mi sorpresa, mi padre preguntó los precios al dependiente, y pidió que le aconsejara sobre la calidad de las armas. Yo no daba crédito a lo que estaba ocurriendo ante mis ojos. Era evidente que se tomaba en serio la posibilidad de regalarme una de aquellas escopetas. Le pidió al empleado que me dijese cuáles, de las que le había dicho que eran de buena calidad, eran las más adecuadas para mi edad, y me preguntase cuál de ellas era la que más me gustaba. Acto seguido, sin dudarlo ni un momento, elegí una que tenía la culata de madera de roble, adornada con bonitas filigranas. Estaba tan emocionado que ni siquiera supe encontrar las palabras adecuadas para expresar mi agradecimiento.

Llegamos a casa cuando ya se hacía de noche. Mi madre debía saber, de antemano, que iba a ocurrir algo extraordinario en mi primer viaje a León, porque, nada más entrar por la puerta de casa, me dio un abrazo y me preguntó, con verdadero entusiasmo, qué tal lo habíamos pasado. Antes de que pudiese articular palabra, noté un brillo especial en sus ojos, un resplandor contagioso que mostraba bien a las claras que estaba al corriente de que, lo que yo traía debajo del brazo, envuelto en una bonita funda de cuero, era la escopeta de aire comprimido por la que me había vista suspirar en varias ocasiones. Me sentía feliz, y completamente convencido de que, como solía decir mi padre, en León había muy buen comercio.

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