Los arrieros andaluces

Opinion02 de octubre de 2023 VICENTE VÁZQUEZ
escultura-arriero
ESCULTURA ARRIERO -FORJA CAMPOS

Mi abuelo era, como yo, andaluz y de Jaén. Uno de esos a los que Miguel Hernández inmortalizó como olivareros altivos, pero sin poseer olivos en propiedad. Pasó casi toda su vida trabajando como jornalero, por cuenta ajena. Y digo casi porque, en sus últimos años, después de mucho sacrificio y habiendo soportado toda clase de privaciones, consiguió por fin realizar el sueño de su vida; que no era otro que tener en propiedad un pequeño cortijo, renegando de la pobreza; y a su vera unos frondosos olivos, en medio de uno de los valles que separan Sabiote de Las Navas de San Juan, muy cerquita ya de la Sierra de Cazorla. 

 

Se decía por ahí que mi abuelo se había dedicado, siendo gañán, a asaltar diligencias; cosa muy poco probable, ya que los salteadores de caminos fueron siempre gentes de gran fortuna. El caso es que las malas lenguas le colgaron el sambenito y a mí me lo cantaban, cuando todavía era un niño, mediante una coplilla muy celebrada por aquellas tierras que decía así:

 

De casta le viene al galgo el ser rabilargo

y a mí de Sierra Morena,

donde mi abuelo Lucas, asaltó una diligencia

y en vez de robar joyas y desbalijar maletas,

le dio un beso en la nuca

a una señora de Cuenca.

 

          Como si yo fuese conocedor de primera mano de las andanzas de mi pobre abuelo, o para zaherirme y hacerme consciente de dónde me venía esa casta de bandolero que todos me atribuían; por aquello de que “de tal palo tal astilla”.

 

La coplilla me gustaba por diferentes y muy variadas razones. Entre otras cosas porque era cierto que siempre tuve, y conservo, ciertas inclinaciones propias de la gente encanallada. No sé por qué, pero lo cierto es que se me enciende la sangre con facilidad. Sobre todo cuando percibo que mi  interlocutor es uno de esos gilipollas que lo son, como dejó dicho el maestro, por entero, de forma canónica y vocacional, que es tanto como decir que no hay ni una sola célula en su cuerpo que no sea gilipollas. 

 

En una ocasión tuve un socio de esos que encajaban perfectamente en la tipología del gilipollas neto. Como no podía ser de otra forma, debido a nuestros continuos desacuerdos, un día perdí los estribos, le di un bofetón y él me puso una denuncia. El juez me condenó a pagar una multa de mil pesetas y, cuando me comunicó la sentencia, no pude por menos de decirle que, de haberlo sabido, le habría dado no uno si no dos sopapos a mi estúpido socio. 

 

Sin embargo, creo firmemente que a mi abuelo y a mí nos colgaron el sambenito de forma inmerecida; ya que el supuesto asalto a la diligencia, en realidad, no fue tal. Lo que realmente pasó fue que el mayoral, sin motivos aparentes, se asustó mucho cuando vio aparecer repentinamente a mi abuelo entre los chaparros, con pinta de pobre de solemnidad. Abandonó el pescante, salió corriendo campo a través, como alma que lleva el diablo, y no paró  hasta llegar al mesón de la Venta de Cárdenas, en el celebrado desfiladero de Despeñaperros, para dar extensas explicaciones de lo que, a sus alteradas entendederas, allí le había sucedido. 

 

Ocurrió un 15 de mayo y el mesón estaba tan concurrido como solía estarlo el día de la celebración de la fiesta de san Isidro Labrador; razón por la cual los parroquianos, que tenían muchas ganas de bullicio y alboroto, escucharon atentamente las palabras del conductor de la diligencia y no faltó tiempo para que uno de ellos, el más avispado, se sacase de la manga, o de la sesera, que para el caso es lo mismo, la coplilla de marras, que tanto éxito adquirió con el paso del tiempo, cuando ya nadie sabía muy bien qué era lo que había pasado. En realidad, el mayoral, antes de subirse al pescante y hacerse cargo de las riendas de los cuatro alazanes que formaban el tiro, había ya dado buena cuenta de una cazuela de sopas de ajo, con costrada, y no menos de cuatro o cinco lingotazos de anís seco, de Cazalla de la Sierra, aunque no sepamos con precisión cuántos fueron, porque nadie se los contó. 

 

Me consta que las cosas pasaron de manera muy diferente a como las había contado el carretero. Mi pobre abuelo había abandonado su pueblo en busca de empleo, ya que hacía algún tiempo que ni en Las Navas ni en ningún otro pueblo de los alrededores había trabajo para los jornaleros. Unos días antes se había extendido el rumor de que, en el norte, en las minas de carbón de Guardo, un pueblo minero de la montaña palentina, andaban buscando gente dispuesta a trabajar; pagaban muy bien, y se decía que algunos ya andaban de camino. El rumor había partido de Badajoz y enseguida se había extendido por Sevilla, primero, y luego por toda Andalucía. Tal era la penosa situación laboral existente en el campo andaluz que hubo muchos que creyeron ver la salvación en aquellos rumores que hablaban del norte. Por otra parte, ya hacía algunos años que grupos de extremeños habían emigrado allí y se habían adaptado a las duras condiciones de vida y de trabajo en las minas, donde los fríos inviernos no eran cosa que pudiera tomarse a broma entre gentes acostumbradas a una climatología mucho más benigna.

 

Se trataba de un reto arriesgado y lleno de interrogantes; no por lo que se decía que iban a tener que hacer en el trabajo; que no era otra cosa que transportar carbón de un lado para otro en las albardas de los burros que ellos mismos debían llevar; sino por los peligros e inseguridades asociados a un viaje tan largo, careciendo, como era el caso, de los recursos económicos necesarios para llevarlo a cabo de forma razonable. Después de darle muchas vueltas y consultarlo una y mil veces con la almohada, fueron unos cuantos los que se decidieron a emprender el viaje. La primera dificultad consistía en reunir el dinero necesario para adquirir las bestias de carga y ver la forma más económica de llevarlas a su destino. Se formaron varios grupos que enseguida comprendieron que aunando sus fuerzas y sus recursos podrían afrontar mejor las dificultades del viaje y del desembolso necesario para la compra. El grupo de mi abuelo adquirió una recua de más de veinte animales en la feria de ganado de Andújar, casi todos burros andaluces y algún que otro caballo, y los envió en vagones de carga de Renfe hasta Palencia, donde un asentador se hizo cargo de los cuadrúpedos hasta que ellos llegasen a recogerlos en las cuadras que tenía el hombre, ya a las afueras de la ciudad, en la carretera de Sahagún. Tratando de reducir los gastos al máximo, mi abuelo y sus compañeros de fortuna, decidieron recorrer el camino a lomos de sus mejores burros, los más jóvenes y de mejores condiciones físicas. Tardaron cinco días en llegar al destino. Las etapas más difíciles fueron las de los Montes de Toledo y la Sierra de Guadarrama. A partir de los Montes Torozos el camino se hizo más llevadero y las noches pasadas a la intemperie fueron menos frías. Llevaban muchas y muy buenas provisiones en las albardas de los animales, ropa de abrigo y grandes armas blancas de defensa personal. En algunas ocasiones, las mínimas, se hospedaron en ventas que fueron encontrando al paso.

 

En Guardo se habían utilizado muchos sistemas para el transporte del carbón desde las bocaminas hasta los lavaderos, o desde una balsa a una escombrera, o un cargadero. Uno de ellos, quizá el más representativo de la época, fue la línea de baldes de transporte aéreo. Casi nadie recuerda cuándo desaparecieron los baldes. Es posible que fuese un día uno de noviembre, día de todos los santos, o incluso un día después, que es el día de los muertos. Al desaparecer dejaron de ser las venas de la sangre de los mineros, y el corazón de la mina dejó de sentirse de la misma manera, puesto que ya no quedaba nada que ver entre los robles, sino más robles. Muchas cosas se irían muriendo con el paso del tiempo y esas muertes, como todas, se fueron acumulando en el cementerio particular de cada uno de los habitantes de la cuenca, para poder luego recordarlas todas juntas. Es de suponer que fuese una decisión económica la que provocó la sustitución de los baldes por otros sistemas más eficaces y de menor coste. 

 

Otro de los celebrados métodos de transporte fueron los burros andaluces. Un día de verano, fue una gran sorpresa para todos ver el pueblo lleno de burros. También algunos caballos, pero sobre todo burros, muchos burros; tantos que puestos en fila podían llegar al medio kilómetro. Aproximadamente entre ciento cincuenta y doscientos burros y, como ya he dicho, algún que otro caballo. Formaban dos filas, una de ida y otra de vuelta, con lo que en realidad la invasión aquella de burros muy bien pudo llegar a los cuatrocientos animales. Todos enjaezados de la misma guisa, con grandes albardones de perilla saliente y arzón trasero y volteado, como el que usan los campesinos andaluces. 

 

          Los jumentos eran de todos los tamaños y diferentes tonalidades en el pelaje, aunque predominaban los cenicientos. Lucían cinchas de cáñamo, lana, cerda, cuero y esparto, que de todo había; con las que aseguraban los albardones, ciñéndolas por detrás de los codillos y por debajo de la barriga, apretadas con una o más hebillas. Los ataharres, de bandas de cuero, y los ropones acolchados, les daban una prestancia propia de mejor causa. Las jáquimas o cabezadas lucían bordados, borlas, y espejos. Las mantas y algunos correajes de lana trenzada eran de llamativos colores; rojo, granate, amarillo y verde. Los adornos de las orejeras eran de un lujo inusual para los lugareños, incluso con grandes borlas que les colgaban de la cabeza. 

 

La fila avanzaba por las calles del centro del pueblo, camino de la estación, con las albardas llenas de carbón. Iba conducida por varios hombres que daban órdenes precisas a las bestias para que caminasen rítmicamente, como marcando el paso, todos con la misma cadencia. Los hombres que conducían aquellas recuas hablaban de una forma que sólo ellos conocían, con palabras que en nada se parecían a las de uso corriente en la villa. Todos caminaban ligero, al mismo paso y de vez en cuando se oía un rebuzno, seguido de algunos otros, y unas palabras cuyo significado los jumentos conocían a la perfección. 

 

          Los guajes del pueblo necesitaron muchos días y muchas horas de escucha, observación y análisis, para llegar a saber cuáles eran las palabras que pronunciaban aquellos arrieros para conducir sus cuadrúpedos, pero después de algunas discusiones consiguieron ponerse de acuerdo en los sonidos de las locuciones más repetidas, aunque no en su significado.

 

“¡orsabé!, ¡arcayó!, ¡burricanlleiro!”

 

          Y en eso quedó todo. Lo que aquellas expresiones pudieran significar sigue siendo un misterio, si bien es cierto que por aquel entonces intrigaba mucho más la fonética que el exacto significado de las enigmáticas palabras de los arrieros, cuya interpretación se daba por descontado que estaba al alcance de todo el mundo.

 

          Los hombres que vinieron con los burros, en su inmensa mayoría, eran andaluces. Los pocos caballos que traían debían ser los que ya no servían para otra cosa. No por nada, sino porque no deja de ser un escarnio destinar buenos caballos andaluces a transportar carbón en albardas, cada vez más negras, desde las balsas hasta los lavaderos. Todo el pueblo sabía que eran andaluces, aunque también había extremeños, por su forma de hablar y porque alguien lo había dicho. Lo que no se sabía era en qué condiciones vivían en el pueblo. Yo me enteré porque mi abuelo, al saber que yo tenía un amigo que era de Guardo me lo contó.

 

          “¡Allí estuve yo hace muchos años, transportando carbón con mis burros. ¡Vaya tiempos! ¡Hay que ver el hambre que pasamos!”

 

De eso hacía más de cuarenta años, desde el supuesto asalto de mi abuelo a aquella diligencia, en el que, en vez de robar joyas y desvalijar maletas, le había dado un beso en la nuca a una señora de Cuenca, como si le hubiese pedido perdón por el susto que le había dado a la pobre mujer. 

 

 Al final tuve la oportunidad de hablar de aquellos días con uno de sus protagonistas; con mi abuelo. Lo cual no dejaba de ser sorprendente, y aproveché la ocasión para hacerle algunas preguntas. Me dijo que no había nada que mereciese la pena recordar. Se habían visto obligados a salir de su tierra olivarera para ganarse el pan muy lejos del hogar, en un pueblo que ignoraba casi por completo sus costumbres y los miraba con cierto aire de superioridad. El trabajo consistía en sacar carbón húmedo de unas balsas de islán -pasta espesa de carbón en polvo disuelto en agua-, cargarlo en las albardas de los animales y transportarlo a los lavaderos, que estaban al lado de la estación del tren de La Robla. El recorrido no era largo, pero lo hacían tantas veces al día, desde la mañana temprano hasta la media tarde, que resultaba agotador, y luego estabulaban los burros y se iban a dormir hasta el día siguiente. 

 

          Las personas y los animales debieron acomodarse en condiciones precarias, en barracones habilitados junto a los lavaderos, a las afueras del pueblo, y con poco o ningún contacto con los residentes. La comida era escasa y las remuneraciones por los servicios realizados más escasas todavía. La integración social con los habitantes del lugar fue nula, no sólo por no disponer de un mínimo de dinero para gastarlo en los bares, sino porque desde el primer momento fueron vistos como gentes diferentes con las que no merecía la pena tener relaciones. Las cosas que contaba mi abuelo formaban un cuadro escénico que recordaba la novela “Germinal”, de Émile Zola. Después de oírle comprendí lo mucho que habían sufrido aquellos hombres y me di cuenta de que aquella forma de trabajo había sido, desde el primer momento, inhumana. 

 

          Los burros desaparecieron de Guardo de forma súbita, tal como habían aparecido. Los olivareros andaluces no tardaron mucho tiempo en darse cuenta de que aquel viaje no debían haberlo hecho nunca y en cuanto les fue posible emprendieron el regreso a una tierra en la que tampoco era fácil la supervivencia, pero a fin de cuentas era la suya. No  solo no habían resuelto su principal problema de desempleo, sino que ni siquiera habían obtenido unas ganancias que justificasen mínimamente el esfuerzo realizado. Sin embargo, antes de emprender el camino de vuelta, volvieron a encontrarse en Palencia con el asentador de ganado que habían contratado a la ida y le ofrecieron en venta todos los animales que aún les quedaban. Hicieron un buen trato y sacaron mucho más dinero en el intercambio del que habían obtenido con su trabajo en las minas. Con el resultado de la venta pudieron regresar al pueblo en tren y presentarse ante sus vecinos con cierta dignidad, aunque nunca ocultaron lo mal que lo habían pasado.

 

          Lo de asaltar diligencias cayó en el olvido. Primero porque ya no había y, en el caso de mi abuelo, porque nunca fue cierto, a pesar de lo que decía la copla, que se hubiese dedicado a ello. Tampoco las minas de carbón de Guardo contrataban a nadie, entre otras cosas porque, al igual que las diligencias, habían desaparecido. Eran cosas de otros tiempos.

 

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