LO MEJOR ESTABA POR LLEGAR (3/5): Las amistades peligrosas

PARTE 3 DE 5

Opinion 20 de febrero de 2024 VICENTE VAZQUEZ
SALON BACH
SALON BACH - NUEVO ADICTO

Yago Freitas y el Perlita se vieron por primera vez las caras en el bar de Amaranto. 

Eran tal para cual; guapos, simpáticos, bebedores y mujeriegos. El Perlita era una de esas personas que llevan siempre dibujada la sonrisa en la cara. Moreno, de ojos negros y pelo ensortijado, con pequeños bucles de angelito cayéndole sobre la frente; un poco rollizo, aunque no demasiado, y de buena planta. 

A su lado estaban siempre dos de sus amigas de marcado aspecto sicalíptico. Lucían vestidos camiseros floreados, de vistosos colores y manga corta, muy apropiados para el calor que ya se sentía a comienzos del verano. Apoyadas en la barra, se afanaban, pero sin darse prisa, en disfrutar de los cuba-libres que les iba sirviendo el camarero. 

En el mismísimo momento en que Yago traspasó el umbral de la puerta, una de las llamativas acompañantes del Perlita, la rubia, se fijó en él.

            – ¿Y tú…, qué? ¿De dónde sales…, guapo?

            El tono displicente de la mujer no impresionó lo más mínimo al gallego que todavía seguía pensando en sus comienzos con Sonia. 

Llevaba poco tiempo en el pueblo y le resultaba un tanto extraño todavía; lleno de polvo, camiones… y bares y, sin quererlo, a pesar de todo, como si fuese una parte importante de su destino, él ya tenía en el foco a varias mujeres. 

Todavía no había tenido tiempo de hacerse una idea definitiva del lugar, pero había conseguido un contrato de trabajo con relativa facilidad, y eso era lo único que le importaba. Lo demás lo vería venir poco a poco, a medida que fuesen pasando los días. 

También él respondió a la rubia de forma un tanto indolente, como con la típica desgana que caracteriza a los hombres acostumbrados a gustar a las mujeres. 

– He venido a trabajar en la térmica. Pero…, por ahora, lo que toca es divertirse un poco… ¿No te parece…, guapa?

Estaba seguro de que el desdén y la arrogancia eran buenas aliadas en este tipo de situaciones. 

Lo sabía, o creía saberlo; a las mujeres les gustaban los tipos duros, chulos, y un poco canallas. Era un juego que siempre le había dado buen resultado. Aunque, en el fondo, pensaba que no debería tener por qué ser así. Pero, en definitiva, a él le daba lo mismo.  Era cierto que con Sonia las cosas habían surgido de forma diferente.

Recordaba los consejos que le había dado su madre, antes de salir de la aldea; a pesar de lo cual su comportamiento con las mujeres no era algo que en modo alguno pudiera controlar. Le gustaban y punto. 

Lo mismo le pasaba con la bebida. Apenas había dado unos sorbos a su primera copa y ya no estaba seguro de que le mereciese la pena seguir pensando en Sonia. Ahora le llamaba mucho más la atención la rubia que acababa de conocer en el Amaranto. 

La voz del turco le sacó de su recogimiento: 

– Apurad las bebidas, nenas, que no quiero llegar tarde a la fiesta, y tú, si te apetece, puedes acompañarnos –dijo el Perlita dirigiéndose a Yago–. Por cierto, ¿Cómo te llamas?

– Me llamo Yago. Yago Freitas. ¡Chócala! ¿De qué va la juerga…, si puede saberse?

– Ya te enterarás a su debido tiempo. ¡No te impacientes!

Se subieron, los cuatro, al lujoso coche del Perlita y enseguida llegaron a un lujoso caserón, oculto entre los árboles, en medio de un tupido bosque de robles, aunque situado a escasos metros de la carretera comarcal. Estaba claro que era una especie de refugio que solo conocían los que acudían allí para jugarse los cuartos y poder hacerlo sin la presencia de testigos no deseados.

Jugaron al póker descubierto hasta altas horas de la madrugada. Las mujeres se mantuvieron al margen, como meras observadoras, pero de vez en cuando hacían sus escapadas al salón de baile que había en la planta baja. Los hombres no les prestaban la más mínima atención. Al final de la noche Yago había perdido casi todos sus ahorros. Estaba bastante ebrio y abatido, y el Perlita le miraba con cara de sapo, con los ojos inyectados en sangre, esperando que dijese algo, sin darse cuenta de que Yago no era consciente de la situación en que se encontraban. Los dos habían bebido más de la cuenta y no estaban en sus cabales. El turco arrastraba las palabras, hablaba con dificultad, con una voz cascada y estropajosa, y tenía la mirada perdida en algún oculto rincón de su cerebro.

– Ya es hora de que nos retiremos, ¿no te parece? Al final no nos ha ido tan mal. Tú lo has perdido todo, pero yo he ganado por los dos. Aquí tienes tu parte. 

El Perlita alargó la mano hacia Yago y trató de entregarle un buen fajo de billetes.

– ¿Pero…, cómo? –Yago no se lo podía creer–. Este dinero es tuyo, tú lo has ganado. ¡No me pertenece!

– ¡Venga ya! Íbamos a medias. Guarda la pasta y vete a dormir la mona, ¡Ya hablaremos!

 

Para el listero de las obras de la central, igual que les ocurría a Yago y al Perlita después de una juerga como la que se habían corrido la noche anterior, todos los lunes eran días malos. Recibía a los nuevos y tenía que organizarlos en grupos y distribuir el trabajo. A veces era francamente desagradable tener que explicar lo evidente a gentes de tan variada procedencia, entre los cuales algunos ni siquiera sabían hablar en cristiano. Sin embargo, entre ellos había trabajadores cualificados que venían a desempeñar puestos de cierta responsabilidad. 

Le llamó la atención un montador asturiano. Un tipo alto, delgado y musculoso, con un bigote enorme, al estilo mexicano. Tenía cierto parecido con Yago, hasta el punto de que el listero creyó por un momento que eran hermanos. Ambos rubios, pecosos y con un marcado rictus burlón en la comisura de los labios. Consultó la relación de empleados y, al leer la filiación, se dio cuenta de que no tenían nada que ver, salvo que habían sido contratados en la misma fecha. 

Indicó a Yago su puesto de trabajo –una pala excavadora, pintada de color bermejo– y el tajo. Se trataba de un desmonte en el que posteriormente se instalaría uno de los pozos del túnel de llenado del embalse de refrigeración de la central térmica; un sumidero que tomaba las aguas de un gran pantano que acababa de construirse en una zona próxima. Tenía tarea para varios meses. 

El asturiano se presentó en la caseta de obra del ingeniero jefe, donde le asignaron las instalaciones eléctricas de las que debía hacerse cargo. Era especialista en el tendido de líneas de alta tensión y se pasaba todo el día subido a las torres y castilletes, colocando aisladores y empalmando cables. 

Todo estaba relativamente cerca, de tal manera que, al acabar el turno de la mañana, Yago y el asturiano, tuvieron tiempo suficiente para conocerse y almorzar juntos en el barracón comedor. Las primeras impresiones fueron positivas, se cayeron bien y, además, daba la impresión de que el trabajo estaba bastante bien organizado y cada cual sabía perfectamente lo que tenía que hacer.

Yago no se había recuperado aún de las impresiones causadas por lo ocurrido el día anterior. Le dolía mucho la cabeza. Sentía retumbar en todo su cuerpo el ruido monótono de la pala mecánica, como si fuese provocado por los disparos de un arma de fuego efectuados a escasos milímetros de su cerebro. Lo cierto era que se encontraba aún bajo los efectos depresores que solía sufrir después de una borrachera. 

Lo sabía, pero no podía evitarlo; siempre le pasaba lo mismo. Se ponía triste y pensaba que no merecía la pena vivir. En más de una ocasión había pensado en el suicidio, como único escape de una vida absurda que no le satisfacía en absoluto. Por otra parte, no le parecía normal el comportamiento que había tenido el turco después de la partida de póker. Era evidente que no tenía por qué haber compartido las ganancias y, por supuesto, semejante generosidad tenía que tener alguna explicación. Decidió que eso era algo que tenía que aclarar cuanto antes. 

No había vuelto a pensar en Sonia, la muchacha que había conocido en el colmado del pueblo, de cuyo nombre ya casi ni se acordaba. Se preguntó si no habría sido todo ello fruto de su imaginación. No era la primera vez que le ocurría una cosa semejante. Pensó que lo mejor sería olvidarse de la muchacha.    

                              (continuará)

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