Un continuo ir y venir de camiones ocupaba las carreteras y, a su paso, se cubría todo de polvo. Las casas adquirían un color gris oscuro y sucio que parecía fruto de una absurda normativa municipal, hasta que, al apoyar la mano en las fachadas de los edificios, se comprobaba que tan sólo se trataba de suciedad adherida a la superficie de las paredes, sin que nadie se tomase la molestia de limpiarlas. ¡Para qué hacerlo, si al día siguiente se volvían a manchar tanto como si no se hubiesen limpiado nunca! Era algo que no tenía la menor importancia; una más de las lógicas consecuencias del progreso y eso era algo que a nadie le preocupaba demasiado.
Los niños, aprovechando que el chófer no podía verlos, se divertían, corriendo tras los camiones del cemento, para colgarse peligrosamente de la parte trasera, cuando subían la cuesta del Otero y se veían obligados a reducir la velocidad. Eran grandes tolvas rodantes, de un color amarillo huevo pajizo, que desprendían un polvo fino y suave al tacto, de color crema hueso. Los del carbón eran más sucios; lo embadurnaban todo de negro y, cuando llovía, se formaba una pringue, de un matiz verdoso oscuro, de boñiga de vaca, que, adherido al calzado, formaba una pesada plataforma que impedía andar con normalidad.
Los lugareños utilizaban madreñas de madera de abedul, talladas a mano, adornadas con auténticas filigranas florales, que tenían la virtud de conservar los pies calientes, incluso cuando nevaba copiosamente y el frío de las heladas se hacía insoportable. Eran tan apreciadas y necesarias que se podían comprar en todos los comercios del pueblo y había que tener mucho cuidado para evitar que algún caradura las robase, o las cambiase por otras en peores condiciones, cuando se dejaban abandonadas en el pórtico de la iglesia, para asistir a misa en zapatillas, evitando arrastrar dentro del templo el barro pegado a las mismas.
En verano, la nube de polvo se metía por todas partes y, sin embargo, los obreros de la construcción, los que todavía no habían emigrado a Alemania, usaban camisetas ajustadas de tirantes que, cuando se las quitaban, seguía pareciendo que las llevaban puestas, debido al color tostado de la piel quemada al sol, en contraste con el tono natural marfileño de la parte protegida por la tela.
Las tolvas rodantes de color huevo pajizo no paraban nunca. Pasaban a intervalos regulares, cada veinte minutos, una de ida y otra de vuelta. A veces se cruzaban en la plaza y reducían la velocidad para que los chóferes pudiesen intercambiar un rápido saludo; un grito, un gesto…, y nada más.
Los camiones del carbón solían hacer un alto en el camino, en la fuente de los Cuatro Caños, en un pequeño ensanche de la carretera, junto al surtidor de gasolina. Los conductores paraban el motor y saltaban a la acera, desde la cabina, en mangas de camisa, para acercarse a uno de los bares de al lado, tomar un orujo y esperar a que los mineros que transportaban abandonasen la caja, hasta dejarla libre de carga. Apurado el brebaje volvían a subir a la mina a por otro cargamento; a veces de hombres y a veces de carbón, dependiendo de la hora. Las cajas estaban tan sucias como sus ocupantes; todos ellos con la cara tan negra que parecía que acababan de darse un baño en las balsas de islán de los lavaderos que había junto a la estación del tren. Los mineros saltaban a la carretera, desde las cajas de los camiones en marcha, con verdadera agilidad, y corrían como posesos, hasta llegar a sus casas.
Durante unos minutos el centro del pueblo era tomado por una multitud de hombres harapientos y sucios que querían empezar a disfrutar cuanto antes el fin de la dura jornada laboral.
Además de las minas, las canteras y las obras de los pantanos, el otro negocio importante era la fábrica de productos químicos. Por la noche, iluminado todo el complejo fabril, se convertía en un digno representante de los aclamados éxitos del despegue industrial del momento.
El sufrimiento provocado por el duro trabajo encontraba escasa justificación en la paga que se cobraba a fin de mes. Como si fuese el miserable salario del miedo. Miedo a la silicosis, los derrumbes, los accidentes imprevisibles, o las enfermedades, que incapacitaban a los hombres para poder seguir ganando el indispensable sustento. Incluso miedo al despido. Y así un mes tras otro, sin que se viese que aquel contencioso pudiera tener fin. Se vivía el presente, intentando escapar cuanto antes de un doloroso pasado de hambre. Sin pensar demasiado en el futuro, contentos de que, al menos, había trabajo para todos, excepto para las mujeres y para los que no lo querían…, por miedo, vagancia, rebeldía, o simple oposición a las inaceptables exigencias que había que soportar; que de todo había. Pero, a decir verdad, estos últimos eran una franca minoría. Nadie se preocupaba de los efectos desastrosos de la contaminación ambiental, el emponzoñamiento de las aguas de los ríos, o los vapores del acetato de polivinilo aparejados con la fabricación del carburo de calcio. Nadie sabía que las minas a cielo abierto destrozaban el monte. Eso era algo que se trataba de ocultar por todos los medios. Las canteras abrían heridas profundas en las montañas, imposibles de restaurar, y los ríos se llenaban de desechos procedentes de la fabricación de productos químicos.
Las empresas grababan a fuego la cultura del esfuerzo en el corazón de las gentes. Hombres y mujeres capaces de hacer cualquier trabajo, por duro que fuese, a cambio de una paga cicatera, pero suficiente para gastarla en los muchos bares que había en la zona; por todas partes, nada más cruzar de un lado a otro de la calle. El alto precio que se pagaba, en la desaforada huída de la pobreza, se palpaba en las calles, llenas de incautos que ahogaban sus penas, noche tras noche, en el alcohol.
A primera hora de la mañana, cuando todavía no había cantado el gallo, Yago Freitas decidió salir a pasear sin rumbo fijo por las callejas de su pueblo, una pequeña aldea lucense. Era tan temprano que no encontró a nadie por las calles. Estaba pensativo y preocupado. Por mucho que le pudiera molestar, lo cierto era que su mala fama andaba en boca de todos, pura y simplemente porque a alguien se le había ocurrido acusarle de todas las infidelidades que cometían las mujeres casadas de su aldea, y también de algunas otras de los alrededores. A mayor abundamiento, tenía fama de borracho, lo cual se ajustaba bastante a la realidad. En cuanto bebía se sumía en una depresión de la que no se recuperaba hasta pasados unos días. Era cierto que había tenido algunas aventuras, pero no creía que fuesen para tanto. A fin de cuentas…, era un tipo sensible…, y se dejaba querer. Los maridos no estaban de acuerdo con su peculiar punto de vista. Eran varios los que se la tenían jurada y ya le habían amenazado. Allí se conocían todos. La madre de Yago se lo tenía dicho:
– Cualquier día tendremos una desgracia. Vete del pueblo, si no quieres acabar como tu padre, en el camposanto…, y con los pies por delante.
– Eran otros tiempos, madre. Yo no le hago daño a nadie. Al revés, las mujeres me buscan. Son ellas las que vienen a mí, y yo…, pues eso, que es muy difícil decir que no…, cuando te lo traen a casa y…, encima, te lo sirven en bandeja.
Aunque no quisiese reconocerlo, Yago sabía que su madre tenía razón. Cualquier día podían darle una puñalada por la espalda, en cualquier callejón de mala muerte. Sabía que algunos le tenían mucha inquina y ganas de hacerle daño. De hecho había perdido el último empleo por culpa de uno de sus líos de faldas…, y por llegar tarde al trabajo después de una noche de borrachera.
Había estado varias veces en la capital, tratando de encontrar un empleo en otro lugar.
Hacía ya varios meses que había terminado los cursos de formación profesional del PPO, y muchos más que intentaba desesperadamente encontrar un puesto de trabajo sin conseguirlo. La idea de emigrar a Alemania no le satisfacía, aunque ya lo habían hecho sus primos. Mandaban dinero y escribían cartas en las que contaban que les iba muy bien, pero pasaban los años y él veía que no podían regresar. Le daba miedo de que a él le pasase lo mismo. Emigrar sí, si no había más remedio, por culpa de la falta de trabajo y de los líos de faldas, pero sin tener que salir de España.
Se enteró, por unos conocidos, que se estaba construyendo una central térmica en un lugar cuyo nombre no conseguía recordar, pero tan lejos de su aldea como para que le dejasen en paz los cornudos de su tierra que tanto le inquietaban. Allí podría empezar una nueva vida y le habían dicho que contrataban a todo el mundo. Tenía buena experiencia como camionero y en el manejo de palas excavadoras. No había muchos palistas y era un trabajo que estaba bien pagado.
(continuará)
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