El Vicio del Juego

Opinion05 de junio de 2024 VICENTE VAZQUEZ
JUEGO
JUEGO -EP

A doña Alodia nunca le gustó que se hiciesen públicos asuntos relacionados con los miembros de su familia. 

            

            Bodas, bautizos, comuniones y entierros eran, según ella, celebraciones vanas que no servían para nada; salvo para dar de qué hablar a las gentes ociosas, siempre dispuestas a enfangarlo todo, con tal de disfrutar de los males ajenos.

            

            Don Pedro era un hombre alto, de porte distinguido; un figurín de pelo negro engominado, con unos ojos verdes de inquietante y seductora mirada, y solía lucir barba de medio día, aparentemente descuidada. Vestía ropas caras de importación.

            

            Era un hombre ocioso; un perfecto señorito, acostumbrado a vivir del cuento, a pesar de no haber hecho nada para merecerlo. Sin embargo, su esposa lo quería, y hacía todo lo posible para evitar las habladurías; sobre todo, para  que nadie le faltase al respeto.   

            

            A pesar de su origen humilde, había conseguido casarse con una rica y heredera, con la abierta oposición de los padres, que le consideraban el perfecto inútil, incapaz de hacer nada que verdaderamente mereciese la pena. Para desquitarse, necesitaba demostrar que era capaz de conseguir, al menos, tanta fortuna como la que había aportado su mujer al matrimonio, y no se le ocurría otra forma de lograrlo que no fuese a través del juego. Llevaba años intentándolo y, a pesar de los continuados batacazos que le daba la suerte, seguía convencido de que algún día podría vengarse de los permanentes desprecios que le hacían sus suegros. Esa era la verdadera razón por la que seguía jugando a las cartas de forma compulsiva.

            

            Pensaba doña Alodia que a nadie debería importarle que su marido fuese un jugador empedernido; capaz de perder hasta las pestañas en una sola apuesta. 

 

            El día que le comunicaron que su marido había fallecido al salir del Círculo de la Unión, estuvo a punto de sufrir un patatús; no por un deseo irrefrenable de acompañarlo a la tumba; ni siquiera por el dolor de la pérdida; sino por lo inadecuado de la circunstancia. Había ocurrido a una hora tan inoportuna que se habría convertido ya, a buen seguro, en la comidilla del día.

 

            Ella era una dama de rancio abolengo y equilibrado temple, que no perdía fácilmente la compostura, ni siquiera en los momentos más delicados. 

 

            De sobra sabía de las debilidades de su esposo, y enseguida imaginó que su muerte habría sobrevenido como consecuencia de un desafortunado lance en la mesa de juego. ¿Qué podía haber ocurrido? ¡Tenía el alma en un puño! 

 

            La partida habitual se celebraba los viernes. El juego comenzaba temprano, había un parón a la hora del almuerzo y continuaba, después de la siesta, hasta bien avanzada la noche.

 

            Entre los habituales, además de don Pedro, se encontraba don Torcuato, capitán general de la Sexta Región militar; don Cayetano, presidente de la cofradía de la Buena Muerte ─qué ironía─, que jugaba con los dineros de su propio patrimonio; don Luís, respetable burgalés, dueño de la mitad de los negocios florecientes de la ciudad, con importantes participaciones en todos los demás; don Miguel, jefe del departamento de Cardiología del hospital provincial y don Agapito, uno de los ilustres notarios de la ciudad. 

 

            El fallecimiento de don Pedro, a la hora del aperitivo, ocurrió en abril. El canto de los pájaros, encaramados en el ramaje de los plátanos de paseo, festejaba el animado comienzo de la primavera. Hacía buen tiempo y las terrazas de los bares y cafeterías del paseo del Espolón estaban muy concurridas.

 

            Doña Alodia sabía que lo que le tocaba a continuación era ocuparse de los trámites; no tardarían en hacer acto de presencia los de la funeraria, los funcionarios del Instituto Anatómico Forense, el juzgado, los familiares más allegados y hasta la policía municipal. 

 

            Era necesario no dar pábulo a las murmuraciones. Sabía que los jugadores habituales de la partida de los viernes pensaban lo mismo. No les convenía que se supiese que se jugaban los cuartos de una manera tan escandalosa.

 

            Todos ellos eran destacados miembros de la comunidad y sabían que su conducta no encajaba bien con las estrecheces económicas que tenía que soportar la mayor parte de la población. Eso era algo que se consideraba, ciertamente, indecente.

 

            Antes de verse desbordada por los acontecimientos, doña Alodia necesitaba poner orden en su casa y, sobre todo, en su apariencia personal. Era una mujer esbelta y elegante, que causaba envidia, entre sus amigas, por su juvenil apariencia, a pesar de ser una mujer que se encontraba ya en la edad madura. Tenía unos preciosos ojos verdes, una luminosa sonrisa, y un cabello castaño oscuro que, recogido en apretada trenza, peinaba en un bonito moño que imprimía carácter. No se alteraba por nada y era  imposible adivinar lo que pasaba por su mente en cada momento. 

 

            Había nacido en una familia noble, descendiente del linaje de los Mier, antiguos servidores de la realeza, y la discreción y la prudencia eran sagradas normas cuya práctica aseguraba la aprobación de los miembros de la minoría social a la que pertenecían. 

 

            Nunca hizo la señora, ni en público ni en privado, ninguna clase de comentarios referentes a la secreta pasión de su marido. Sus amistades sabían que se trataba de un tema tabú. Según ella, don Pedro iba al Círculo a hablar de negocios; incluso de cosas insustanciales, que nada tenían que ver con el juego. Daba lo mismo que sufriese pérdidas o consiguiese ganancias. En su casa no se hablaba de ello, y nadie osaba ni siquiera sugerir semejante posibilidad.

 

            Había pasado por muchas vicisitudes al lado de su esposo; tan calavera, tan pendenciero, tan osado en el juego. Era así. Ella lo sabía, lo aceptaba, y nunca trató de corregirlo. Imprevisible y divertido; a veces insensato, pero valiente, y siempre luchador, como pocos. 

 

            Doña Alodia sabía que sería necesario realizar la autopsia al cuerpo sin vida de su esposo, ya que la muerte había sobrevenido fuera del domicilio familiar. No se equivocaba. Apenas concluido su maquillaje, sonó el timbre. Descolgó el telefonillo la muchacha. 

 

            ─Señora, es la policía. ¿Abro la puerta?

            ─¡Claro! Hazles pasar al salón. Enseguida les atiendo.

 

            El sargento hizo un apretado resumen de los hechos.

 

            ─Lamento comunicarle que a las 14:30 horas su marido ha fallecido de forma repentina a la puerta del Círculo de la Unión. De momento, se desconocen las causas y el juez ha ordenado el traslado del cadáver a las dependencias del Instituto Anatómico Forense, donde se llevará a cabo la autopsia.

 

            Doña Alodia, recuperada de un momentáneo deliquio, dijo a los agentes que ya estaba al corriente de lo ocurrido; porque se lo había comunicado un amigo de la familia.

 

            El único hijo del matrimonio se enteró por un compañero de estudios que casualmente estaba de vacaciones en Burgos. Nada más enterarse, llamó a su madre desde California, donde se encontraba cursando un máster de ingeniería agronómica. 

 

            Tenía el tiempo justo para reservar un vuelo y llegar a tiempo al funeral y al entierro. Hacía mucho tiempo que no veía a sus padres y, al recibir la triste noticia, sintió la tremenda desolación que suele acompañar al sentimiento prematuro de la orfandad. No estaba preparado para ello y ni siquiera había imaginado que pudiese ocurrirle tan pronto. 

 

            Su madre le puso al corriente. Al parecer, la muerte había sobrevenido a consecuencia de un paro cardiaco provocado por un fuerte choque traumático de carácter emocional. ¿Qué era lo que podría haber alterado tan intensamente el equilibrio psíquico de su padre? No le resultaba fácil imaginarlo, teniendo en cuenta que se trataba de un hombre de carácter apacible, que estaba sano como un roble. 

 

            Algunos días después de celebradas las pompas fúnebres, cuando los restos mortales de don Pedro disfrutaban ya del descanso eterno, circuló por la ciudad el rumor de que era miembro de una partida secreta de naipes, que tenía lugar en el Círculo de la Unión, y se decía que solía hacer trampas en el juego. 

 

            Según las habladurías, don Cayetano, presidente de una de las más renombradas cofradías de la ciudad, podrido de envidia y con la sangre emponzoñada por las malas rachas del juego, había filtrado el rumor de que don Pedro jugaba con cartas marcadas. 

 

            El hijo no lo podía creer. Sabía que su padre era un calavera, pero no tenía conocimiento de que hubiese jugado nunca a las cartas. Menos aún podía imaginar que sus reiteradas ausencias de los viernes se debiesen a esa oscura e inconfesable conducta. 

 

            Se trataba de una gravísima acusación que el hijo no estaba dispuesto a pasar por alto; no le quedaba más remedio que hacer las comprobaciones oportunas y, de no ser cierta, exigir la reparación del daño causado.

 

            Haciendo acopio de valor, puesto que imaginaba lo doloroso que debía ser para su madre tener que hablar de semejante asunto. Le preguntó lo que sabía al respecto y ella no pudo seguir ocultando lo que ya era un secreto a voces en toda la ciudad:

 

            ─Hijo mío, ya va siendo hora de que conozcas la verdad. Tu padre tuvo siempre el vicio del juego metido en el cuerpo; jugaba grandes cantidades de dinero y, en más de una ocasión, llegó a perder hasta la camisa.

 

            El hijo se negaba a dar crédito a las palabras de su madre. Pero ahí estaba ella, entera, haciendo gala de una serenidad impresionante, sin que se le moviese ni un solo músculo de la cara. No podía ignorar la evidencia.

 

            ─¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta? ¿De qué vivíamos cuando papá lo perdía todo? ¿Cómo salíamos adelante?

            ─No era fácil, pero siempre pudimos contar con buenos amigos en los bancos. Hipotecábamos algunas propiedades y volvíamos a empezar.

 

            El muchacho mantuvo un largo silencio, antes de atreverse a hacer la pregunta del millón, que le estaba mordiendo las entrañas.

 

            ─¿Hacía trampas?

 

            Doña Alodia necesitó guardar un largo y concentrado silencio, antes de responder a la pregunta que le hacía su hijo. 

 

            Conociéndola bien, como creía conocerla, el hijo, estaba casi seguro de que su madre no diría toda la verdad, sino solo la parte que ella pensara que era conveniente para mantener las apariencias. Pero la respuesta le sorprendió positivamente:

 

            ─No me atrevo a afirmar categóricamente que tu padre jugase siempre limpio. Creo que ninguno de los miembros de la partida lo hacía. Pero estoy segura de que es falso que jugara con cartas marcadas. 

 

            ─¿Por qué estás tan segura?

 

            ─Por la sencilla razón de que se ha sabido que el día de su muerte, unos minutos antes, había perdido una importante cantidad de dinero. No soy muy experta en los juegos de cartas, pero sí sé que eso no suele ocurrir cuando se juega con cartas marcadas.

 

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