La vuelta del viaje de novios

Opinion 05 de abril de 2024 VICENTE VAZQUEZ
TEATRO DE EPIDAURO
TEATRO DE EPIDAURO - WIKIPEDIA

Antes de contar lo que pasó a la vuelta del viaje de novios, me gustaría recordar algunas cosas que ocurrieron en Grecia. 

            El mar, en Ermioni, tenía un color, azul turquesa, tan profundo, y un aspecto tan apacible, que daban ganas de zambullirse en él, para disfrutar de su agradable encanto y del intenso sabor del agua. Era sorprendente la ingravidez, como si la elevada concentración salina incrementase de manera notable la flotabilidad del cuerpo. 

            Los sindicalistas franceses recorrían la orilla dispuestos a acabar con todos los erizos que atrapaban entre las rocas; y se los comían crudos, como si fuesen golosinas.

            Entre tanto, René ansiaba impresionarnos con sus habilidades náuticas. Nos propuso salir a costear a bordo de una pequeña embarcación, tipo Laser, de siete metros. Soplaba un viento fuerza 7, a pesar de lo cual se empeñó en dejar claro que él no se asustaba por tan poca cosa; no en vano hacía poco que había hecho la travesía del Atlántico, a bordo de un velero de crucero. Yo tenía plena confianza en él y lo veía tan ilusionado que no me pude negar. Cuando estábamos a más de tres millas de la costa, una fuerte racha de viento nos desarboló y tuvimos que ser rescatados por una motora. 

            Así era mi amigo, un tipo aventurero y enamorado de la vida. 

            Al anochecer nos invitó a cenar en un chiringuito, propiedad de un griego con el que había hecho muy buenas migas. A pesar de que el dueño no hablaba francés, ni René griego, mantuvieron una interesante conversación, llena de matices, a base de suponer lo que cada uno decía y el otro contestaba:

            ─Hola Stavros, te presento a mis amigos de Madrid. Atiéndelos bien y ofréceles algo bueno. 

            ─Será un placer. ¡Vamos a ver!… ¡Qué tengo yo por aquí… para vosotros! ─Stavros sabía cómo agasajar a sus clientes─, me acaban de traer unas langostas que tienen una pinta estupenda.

            ─Has adivinado lo que estábamos pensando, ─dijo René, mientras sonreía y apoyaba cariñosamente su mano sobre el hombro del griego─ queremos una mesa en la terraza, junto al mar.

            Qué fácil lo hacía todo René, a pesar de lo cual, creyó necesario explicarnos algunos detalles, de su parloteo con Stavros, que daba por hecho que no habríamos sido capaces de captar. Todo se basaba en conjeturas.

            La inolvidable velada terminó con un concierto de Georges Moustakí en el hotel, al aire libre, en una noche estrellada y mágica, con las emociones a flor de piel, 

            Poco a poco se nos acababan las vacaciones y llegó el día en que debíamos iniciar la vuelta. Nuestro Renault 5, después de reparada la fuga del tubo de escape y habiéndole cambiado el aceite, estaba como nuevo.

            La primera parada la hicimos en el teatro de Epidauro y en el yacimiento arqueológico de Micenas. No nos parecía aceptable pasar de largo sin visitar tan emblemáticos lugares. Llegamos al anfiteatro a media tarde. Estaba anunciada la obra de Las Bacantes, de Eurípides, donde se dice que las mujeres de Tebas se entregaron a la lujuria en los ritos en honor de Dionisio. Asistimos atentos a la representación, a pesar de no entender ni palabra, pero convencidos de que bastaba con dejarse llevar para captar el profundo sentido de la tragedia griega. 

            La función terminaba a la media noche y todavía no habíamos decidido dónde dormir; pero no nos parecía que mereciese la pena preocuparse por tan poca cosa; sobre todo porque queríamos estar al día siguiente, al alba, los primeros, a las puertas de Micenas, para evitar las aglomeraciones de turistas de la época estival. 

            Al salir del teatro decidimos buscar un lugar tranquilo, a la luz de la luna, y lo encontramos en una campa, junto a un arroyo de aguas claras, al resguardo de unos abedules que, con el murmullo de sus hojas, nos ayudaron a conciliar el sueño. 

            Visitamos atónitos las maravillas que nos tenía reservadas la ciudad de Micenas y, al abandonarla, caímos en la cuenta de que teníamos que acudir a una cita, al día siguiente, en Atenas, con unos italianos que habíamos conocido en el camping de Split. Estaban hospedados en una pensión barata, bastante cutre, en pleno centro de la plaza Omonia. 

            Pina y Egidio, romanos, eran la viva imagen, en versión actualizada, de Helena de Troya y Paris; y se comportaban como tal, a sabiendas de que su juvenil belleza llamaba la atención allá por donde pasaban. 

            Nos fuimos a la playa de Glyfada y Pina se metió al mar con un bañador blanco que se trasparentaba al contacto con el agua. Era todo un espectáculo ver a Egidio correr por la playa, con los brazos abiertos, sosteniendo una enorme toalla, también blanca, con la que cubrir el cuerpo semidesnudo de su prometida; pero ellos se comportaban con absoluta normalidad, a pesar del asombro que causaban en propios y extraños. Superada la sorpresa inicial, se nos arrimaron algunos jóvenes griegos que querían participar del animado buen rollo que nos traíamos entre manos.

            Casi sin darnos cuenta, las cosas ocurrían de una forma desbordante, sin apenas tiempo para comprender su verdadero significado; en un caos de deseos insatisfechos que deseábamos atrapar antes de su extinción; unos tras otros, encadenados.

            A la puesta del sol se celebraba la fiesta del vino, en el Jardín Nacional ateniense ─un parque público similar a los Jardines del Buen Retiro madrileño─ y allá nos fuimos, dispuestos a vivir nuevas emociones. 

            Pagando la entrada, a un módico precio, regalaban una bonita jarra de vidrio tallado, que se podía rellenar de vino “Retsina”, tantas veces como se quisiese, en los muchos puestos que estaban repartidos por los paseos, Bailamos la tarantela hasta el amanecer, incluso nos atrevimos con algún torpe amago de zapateado andaluz; y un francés romántico se enamoró del moreno azabache de Pina, creyendo que se trataba de la viva reencarnación de la Carmen de Bizet, hasta que su celosa acompañante le propinó una colleja para cortarle en seco la tontería.

            Superamos la resaca en el camping de Atenas, y con muchísima desidia, iniciamos el retorno; menos mal que todo el esfuerzo iba a correr a cargo del Renault 5. 

            Nuestra pereza estaba más que justificada. Teníamos por delante unos cuatro mil kilómetros de carreteras atestadas de trabajadores, turcos y yugoslavos, que volvían a Alemania para incorporarse a sus puestos de trabajo, y conducían como locos. Antes de llegar a las autopistas italianas tendríamos que atravesar Macedonia, Kosovo, Serbia, Croacia y Eslovenia. La peor parte era la primera, donde nos encontrábamos con ciudades, como Titogrado, ancladas en medio de la nada.

            Una vez más, ocurrió de nuevo en Skopie, nos íbamos a sorprender. Nos adelantó temerariamente un deportivo, a gran velocidad y, a los pocos kilómetros, en un embotellamiento, a la entrada de la ciudad, nos lo volvimos a encontrar empotrado debajo de un camión de gran tonelaje. Aprendimos la lección: nosotros también teníamos prisa, pero convenía templar un poco los nervios.

            En territorio croata, el tiempo, a finales de agosto, se vistió de un luto espeso, oscuro y húmedo, a juego con nuestro displicente estado general de apatía. Hacía frío, los oscuros nubarrones ocultaban el sol y descargaban lluvias torrenciales, frías y desapacibles.

            De Liubliana a Triste, en menos de una hora, nos cayó de golpe, encima, el Diluvio universal. Llegamos tarde, en mitad de la noche y el hostal juvenil estaba abarrotado de estudiantes. Tuvimos que dar varias vueltas por la ciudad hasta encontrar otro alojamiento.

            Teníamos prisa por llegar a casa, circunstancia que, unida a las malas condiciones climatológicas, hizo que pasáramos por el valle del Pó como alma que lleva el diablo. Pero sabíamos que Milán y Pavía, a pesar de todo, eran paradas obligatorias. 

            Bajamos hasta Génova para regresar a España por la Costa Azul. 

            A la altura de Marsella, compramos unas ostras en un  puesto de carretera, junto al mar, con la intención de celebrar anticipadamente el final de nuestro viaje, acompañándolas con una botella de cava que todavía teníamos reservada entre nuestras provisiones.

            Un joven, con aspecto mochilero, estaba haciendo auto stop al borde de la carretera, con aspecto un tanto desesperado; como de llevar allí muchas horas esperando que alguien se decidiese a cogerlo. Pasamos de largo, entre otras cosas porque en nuestro coche no cabía ni un alfiler.

            El muchacho, al ver que no nos deteníamos, se puso a gritar como un poseso; dando saltitos al tiempo que gesticulaba, con los brazos abiertos, diciendo que era español, y que, por favor, no lo dejáramos tirado en la carretera.

            Paré, y retrocedí hasta donde estaba el joven. Le dije que abriese el portón trasero y, si encontraba la forma de meterse dentro, recolocándolo todo, no tendría inconveniente en dejarle subir al coche. Enseguida se hizo un hueco y pudimos continuar el viaje.

            ─ ¡Joder, tíos, menos mal que me habéis cogido! ¿A dónde vais? Yo a Bilbao. Encantado de conoceros y… muchas gracias. ─Estaba contento y quería caer bien.

            ─Vamos a Madrid. Te podemos llevar hasta Zaragoza.

            ─Me vale. En realidad vivo en Madrid, pero me quedan unos días de vacaciones y quiero pasarlos en Bilbao, con unos amigos.

            Viajaba con tienda de campaña, igual que nosotros; pero le venía bien dejarla en nuestro coche, porque ya no la necesitaba. Quedamos en que nos llamaría por teléfono, cuando estuviese en Madrid, para pasar a recogerla.

            Acampamos en medio de un hermoso valle andorrano. Hacía mucho frío. Descorchamos el cava, abrimos una lata de fabada y dimos cuenta, también, de las ostras. 

            Al joven autostopista todo aquello le hacía mucha gracia, porque era militante, según nos dijo, de la LCR y estaba seguro de que iba a causar gran sensación entre sus correligionarios cuando les contase que había renegado de la “Revolución” por unos sorbos de cava y unas pocas ostras, aunque estaba seguro de que, gracias a la fabada, sus colegas lo exonerarían de toda culpabilidad. Supo hacernos reír de buena gana y disfrutamos mucho de su agradable compañía.

            Ya en casa, nos incorporamos a la vida regular, la de todos los días, y el viaje de novios pasó a formar parte de la espuma nacarada de nuestros recuerdos, como si fuese la nata de adorno del pastel de nuestro compromiso matrimonial. Y al cabo de más de una año, cuando ya casi todo lo teníamos medio olvidado, me llamó por teléfono el autostopista:

            ─ ¡Hola tío!… ¿Cómo te va? ¿Te acuerdas de mí? ¿El de la LCR que cogiste haciendo auto stop?

            ─Pues claro. ¿Cómo te va? 

            ─ ¿Qué? ¡Ya te creías que te ibas a quedar con mi tienda de campaña canadiense! ¿Eh?

            ─Pues… ¡No sé! La verdad, no lo había pensado, pero, ¡ahora que lo dices! No me vendría mal.

            Seguimos así, por un tiempo, tomándonos el pelo. Acordamos una cita y le devolví la tienda.

            Ese fue el punto final de nuestro inesperado viaje de novios. 

            

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