Una aventura en los grandes lagos

Opinion 29 de abril de 2024 VICENTE VAZQUEZ
LOS GRANDES LAGOS
LOS GRANDES LAGOS

Julio y Andrés, jóvenes universitarios, viajeros, con ganas de aventura, se conocen en un curso de verano en la región de los grandes lagos, cerca de la frontera canadiense. Alquilan un coche y, antes del sangriento crepúsculo, se hospedan en un motel solitario y triste, cerca de la carretera, a la orilla de un gran lago. 

            Dispuestos a conocer el lugar, llegan a un rudimentario embarcadero, donde un joven, de inquietante aspecto, los invita a dar un paseo en barca. Cuando van a partir parece un adulto con camisa de leñador, desdentado, con el pelo revuelto y sin afeitar, pero muy sonriente. Huele a alcohol y carne quemada.

            Algo extraño notan en la mirada de aquellos individuos, como si fuesen seres sobrenaturales; pues tienen un brillo metálico en los ojos que recuerda al mineral de cobre y la pirita.

            Aceptan la invitación y comienza la aventura hacia lo desconocido. Hablan un inglés rudimentario. Se alejan a toda velocidad del embarcadero. La lancha brinca sobre el agua como si fuese un caballo salvaje desbocado. El agua salta por encima de la proa y empapa las ropas de los pasajeros. Los muchachos presienten los potenciales peligros de un viaje sin fin, del que no pueden escapar.

            Después de varios cambios de timón, pierden todas las referencias de la costa. Ni siquiera saben dónde se encuentran.  

            Transcurre más de una hora, hueca, vacía y silenciosa. Llegan a un muelle privado, construido con cuatro tablas dispuestas de cualquier forma. Atracan. Durante el trayecto, el joven de ojos metálicos, rubio, pecoso, desaliñado, con cara de delincuente ─o  de loco─ y el adulto, de semblante hosco, han estado bebiendo cervezas sin descanso, incitando a sus invitados a que hagan lo mismo. 

            Amarran la lancha y llegan a un claro, en medio de un bosque con grandes árboles y espesa vegetación y, entre los troncos, ven dos viejas caravanas con las puertas y las ventanas desvencijadas. 

            Allí hay otro adulto de inquietante aspecto, con la misma extraña apariencia que le dan sus ojos cobrizos. Tiene un gran revólver en la mano, y dispara alocadamente contra los árboles, haciendo puntería. No deja de reír y dice que en América se puede hacer lo que a uno le dé la gana.

            Los muchachos hablan en voz baja, murmuran, temiendo que sus huéspedes puedan entender lo que se dicen. Tienen miedo de que les roben o los sometan a actos violentos, de cualquier tipo, incluso de naturaleza sexual. El hombre del revólver, sucio, también desdentado, con greñas y sin afeitar, aumenta el pánico que se va apoderando de la mente de los muchachos. Tratan de superar la situación haciéndose los simpáticos, al tiempo que intentan concebir un plan. Adueñarse del arma podría ser la solución. Aunque quizá fuese mejor no enfrentarse a los captores. Cabe la posibilidad de que tengan otras armas de fuego en las caravanas.

            No saben cómo reaccionarán los nativos si les arrebatan el arma. Quizá merezca más la pena escapar a través del bosque, y buscar ayuda.

            Pero el problema es que no hay escapatoria. 

            Es una noche cerrada, que transmite la gélida sensación propia del relente de los cielos fríos y estrellados, típicos durante la luna nueva. Huele a tierra húmeda, desolada, y corre una suave brisa.

            Los aborígenes portan unas enormes jarras de vidrio, llenas de un licor amarillo tostado y cubitos de hielo. Dicen, sin perder sus inquietantes sonrisas, que se trata de winter water  y lo pronuncian guturalmente, debilitando el sonido de la te. Agua de invierno, es como ellos llaman al whisky de Kentucky. Pasan la pistola de una mano a otra y disparan a los árboles. El joven, rubio, pecoso, de ojos cobrizos, ha desaparecido.

            El alcohol está haciendo estragos en la mente de los adultos. Quizá sea la oportunidad propicia para escapar, pero los muchachos no saben adónde ir y si habrá o no poblaciones cercanas. Julio, el más osado, trata de congeniar con los captores, iniciando una torpe conversación en un rudimentario inglés, e intenta participar en el tiro al blanco.

            Se produce un tenso equilibrio entre la amenaza latente de una posible agresión y la forzada oferta de amistad que les hace Julio. El ebrio comportamiento de los secuestradores permite que el muchacho se haga con el arma y dispare de forma descontrolada, en todas las direcciones.

            Los extraños habitantes del bosque, como si recuperasen repentinamente la cordura, se quedan atónitos y se muestran agresivos. Forcejean con Julio, tratando de recuperar la pistola. Gritan, llaman al joven desaparecido, y a otros enigmáticos habitantes del bosque. 

            Un disparo impacta en uno de los desdentados. Aparece un círculo rojo en su pecho, del tamaño de una ciruela y, acto seguido, de forma inexplicable, desaparece, como por arte de magia. 

            Surgen de la fantasmagórica noche más seres extraños que portan revólveres en sus manos.

            Los muchachos echan a correr hacia el embarcadero. Julio arroja la pistola contra sus perseguidores. Llegan a la barca, arrancan el motor y abandonan la orilla a toda velocidad. Los nativos disparan.

            Sin cambiar de rumbo, avanzan; tratan de traspasar la negra barrera de la siniestra y fría oscuridad. Huele a pólvora, pero los disparos se oyen ya lejanos. Ven a lo lejos una tenue luz y hacia ella se dirigen. Cuando están a punto de alcanzarla, sin previo aviso, surge de las sombras una enorme embarcación que viene hacia ellos.

            La lancha les pasa por encima. Caen al agua. Hace un frio glacial. Uno de ellos ni siquiera sabe nadar. Están a varias millas de la costa. Su barca, hundida, ha desaparecido en la profundidad del lago medio helado.

            Todo es engullido por las aguas, tan oscuras como la noche. No hay ruidos ni luces. No queda nada, ni nadie, en el tenebroso lago. Todo ha llegado a su fin. 

            La aventura ha terminado.

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