LO MEJOR ESTABA POR LLEGAR (5/5): La debacle

5/5

Opinion 04 de marzo de 2024 VICENTE VAZQUEZ
CENTRAL TERMICA
CENTRAL TERMICA - EP

A medida que pasaban los días, se acumulaba el cansancio, y el trabajo se hacía cada vez más insoportable. Hasta el punto de que Yago salía todas las tardes a recorrer los bares del pueblo, uno tras otro, con el firme propósito de eliminar las frustraciones acumuladas. 

Como tampoco se le ocurría nada mejor que hacer, acababa bebiendo en solitario hasta altas horas de la noche y le gustaba decir aquello de: 

“¡Barra libre, champán para todos, y que cada uno tome lo que le dé la gana!”. 

Hasta que acababan echándolo a la calle.

Estaba claro que quería compartir sus penas con cualquiera que estuviese dispuesto a prestarle la más mínima atención pero, en realidad, nadie le hacía caso, salvo para aprovecharse de su generosidad y tomar gratis las bebidas que él costeaba. Era un alma en pena que no encontraba consuelo, ni hombro amigo en el que apoyarse.

No era él el único que se comportaba de una forma tan inadecuada. El síndrome de la desesperación laboral afectaba a un buen número de obreros. La incomunicación, el desarraigo y la violencia a flor de piel, eran moneda de cambio en un ambiente cargado de frustraciones en el que salir del anonimato era una tarea condenada al fracaso.

A mediados de diciembre, un sábado, casi a punto de llegar al final de la jornada, Yago había llevado su pala mecánica al aparcadero. Se disponía a fijar los anclajes de seguridad, cuando oyó un ruido ensordecedor que provenía del interior del túnel situado a escasos metros de donde él se encontraba. Acto seguido salió de la galería de servicio una inmensa nube de polvo y un amasijo de piedras lanzadas hacia el exterior con una fuerza inusitada. 

Sonó la sirena de la térmica y no estaba claro el motivo. Era la hora habitual del cierre de las obras, pero podía deberse a otras causas. En realidad se trataba de un grave accidente que acababa de ocurrir en el interior del túnel. Yago estaba tendido en el suelo, inconsciente y con la cabeza cubierta de sangre, como si el impacto de las piedras vomitadas desde las galerías subterráneas le hubiesen causado la muerte.

Tras los primeros momentos de pánico, se pudo comprobar que el derrumbe de tierras había sepultado a dos trabajadores, causándoles la muerte. Sin embargo, Yago sólo presentaba contusiones y algunas heridas superficiales.

Fueron pasando los años y llegó un momento en que ya nadie se acordaba del Perlita y menos aún de Yago, ni del montador asturiano que había trabajado en el tendido de las líneas de alta tensión que surcaban los montes. 

El Perlita se había trasladado a una gran ciudad donde disfrutaba desahogadamente de los últimos años de su vida, gracias a las ganancias conseguidas en sus múltiples negocios. Hasta donde él podía recordar era un hombre de suerte. Sentado en su sillón preferido, junto al cálido fuego de la chimenea francesa del salón de su casa, ya jubilado, experimentaba un profundo sentimiento de melancolía. 

Confiaba poder vender la mansión que seguía teniendo en el pueblo. Hacía tiempo que esperaba la llamada de un comprador, pero ésta no se producía, a pesar de las sucesivas bajadas del precio que hacían que la compra fuese una verdadera ganga. 

Aquel lugar, después del cierre de las minas y la central térmica, se había convertido en un cementerio urbano; un muladar, ruinoso y abandonado por todos. 

Algunos años antes también se había cerrado la fábrica de explosivos, so pretexto de que, como consecuencia del surgimiento de la industria petroquímica, sus productos no tenían salida comercial. Sin embargo a él no le había ido nada mal y asistía impertérrito a la desaparición de un mundo al que había dedicado casi toda su vida. 

Recordó, de repente, aquel infausto día de Navidad, cuando le despertaron con la noticia de que un hombre había muerto como consecuencia de unos tremendos golpes recibidos en la cabeza la noche anterior. Ocurrió durante la Nochebuena celebrada en los barracones de la térmica, habilitados para la cena de los obreros que estaban fuera de casa y no podían acudir a sus lugares de origen, para pasar la fiesta con los seres queridos. Nunca se supo con certeza lo que había pasado, pero pronto fue de dominio público que, a eso de la media noche, alguien había recibido varios golpes en la cabeza propinados con un botijo lleno de agua; ya que junto al muerto se encontraron los cascotes de barro cocido en que se había convertido el arma homicida. La autopsia practicada en el cadáver revelaba que los golpes habían tenido lugar en diferentes momentos de la noche y habían dejado esquirlas de barro incrustadas en el cráneo de la víctima. 

El muerto era un tipo rubio, con un gran bigote a la mexicana, pecoso, alto y de constitución atlética. Se trataba del montador de líneas de alta tensión que le había presentado Yago, su hombre de confianza en la térmica. Después de algunos días de incertidumbre y hechas las oportunas averiguaciones, el juez había decretado el sobreseimiento del caso.

No mucho después del homicidio del montador asturiano ocurrió el suicidio de Yago Freitas. Serían las doce del mediodía, la hora del Ángelus, cuando el palista, no habiendo acudido a trabajar, sin que hubiese causa que lo justificara, en medio de una recta que unía el pueblo con las obras de la térmica, a la altura del surtidor de gasolina, perdió la vida al ser arrollado por un camión de gran tonelaje. El chófer no pudo hacer nada por evitarlo, ya que Yago se había lanzado al suelo en el momento exacto y en el lugar adecuado para que pasaran por encima de su cuerpo las enormes ruedas del tráiler. 

Yago, a fin de cuentas, no era ni más ni menos que una víctima colateral, lamentable, por supuesto, pero inevitable; como algo que formaba parte de las consecuencias del progreso. Estaba claro que los débiles no soportaban las duras pruebas que había que superar para conseguir el éxito.

No pudo recordar cuándo había dejado de funcionar la fábrica de explosivos. 

Tampoco recordaba el momento exacto del cierre de las minas, so pretexto, una vez más, de tratarse de negocios ruinosos que no hacían otra cosa que exigir constantes subvenciones públicas. En los últimos años, las explotaciones a cielo abierto habían dejado profundas heridas incrustadas en los bosques de robles centenarios, hayas, acebos, abedules, maíllos, serbales y otras muchas especies arbóreas autóctonas. 

Por fin, le llegó el turno a la térmica. La empresa propietaria había solicitado el cierre para los próximos meses. La causa era la misma que en los casos anteriores. Se decía además que provocaba unos perjuicios ecológicos inadmisibles desde cualquier punto de vista. Precisamente una instalación que durante años había hecho gala de la destrucción sistemática de los bosques en beneficio de una línea férrea que, a la postre, no serviría para nada. Una central que había exigido la deforestación de cientos de hectáreas para su emplazamiento y que ahora quedaban convertidas en un verdadero basurero industrial. 

La des-carbonización era el nuevo paradigma del ecologismo emergente. Muy eficaz a la hora de prohibir la continuidad operativa de las centrales térmicas de carbón, pero no tanto a la hora de ofrecer soluciones industriales que garantizaran la continuidad en el empleo de los trabajadores afectados por el cierre de los ruinosos negocios tan celebrados tan solo cincuenta años antes.

Qué decir del fantasmagórico paisaje dejado por los residuos de la fabricación del acetato de vinilo y el carburo de calcio, vertidos de manera incontrolada por la fábrica de explosivos sobre grandes extensiones de terreno anteriormente cubiertas de bosques. Aquello parecía un lugar yermo, propio de otro planeta, de aspecto tan desolador como los sombríos recodos del Valle de la Luna, en el desierto de Atacama. 

Pensó el Perlita que había un claro paralelismo entre la vida de los bosques y la de las personas. 

El progreso, por idénticas causas, había sembrado, en unos y otros, falsas esperanzas que, a la postre, tendrían el mismo punto final inexorable, que no era otro que la desforestación salvaje y el tránsito a la eternidad, ya que el fracaso había puesto término a la vida efímera.

Sonia era, hasta cierto punto, ajena a todo lo que ocurría a su alrededor. Sin embargo, contemplaba, con emoción contenida, todos los sucesivos descalabros que ocurrían en el pueblo. El suicidio de Yago le había dejado una huella imborrable y muy dolorosa. Al recordarlo, sus ojos se llenaron de lágrimas y le asaltó una tremenda duda: ¿Habría hecho ella lo correcto al abandonar la aldea donde había nacido? 

No era capaz de encontrar una respuesta satisfactoria para tan inquietante pregunta, pero, a la vista de las pérdidas económicas provocadas por los cierres de las empresas y gracias a su carácter optimista, no tenía ninguna duda de que lo mejor estaba por llegar.            

(fin)

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