LO MEJOR ESTABA POR LLEGAR (2/5): El embrujo

PARTE 2/5

Opinion10 de febrero de 2024 VICENTE VAZQUEZ
CUADRA CON VACAS
VACAS EN LA CUADRA -Foto de Vinicius Pontes

A Sonia, acostumbrada a levantarse al alba, limpiar las cuadras, dar de comer a los animales y hacer las labores del hogar, su nueva ocupación, en la barra de un bar del pueblo más importante de la comarca, le parecía un auténtico privilegio. Era tan joven que creía que todo dependía de la suerte y la salida de su aldea era el cambio que había estado esperando. Estaba más interesada en descubrir lo que le reservaba el destino que afligida por el distanciamiento del hogar donde había venido al mundo.

A pesar de los pocos días que llevaba trabajando en el colmado, ya se había dado cuenta de que tenía muchas cosas que aprender. 

Sin que pusiese un interés especial en escuchar las conversaciones de los parroquianos, advirtió que los hombres hablaban de muchos asuntos que ella desconocía; y casi siempre la miraban de una manera un tanto especial, cargada de gestos, insinuaciones, incluso sugerencias, cuyo exacto significado no había aprendido todavía a interpretar. Se trataba de miradas furtivas, de ojos ansiosos, que parecían querer decir más que las palabras, y ella no estaba acostumbrada a semejantes comportamientos.

Un día, a eso de la media tarde, a la puesta del sol, apareció por allí un grupo de obreros que venían armando bulla, haciendo gala de una alegría contagiosa; como si estuviesen celebrando algún acontecimiento privado. Entre ellos, un apuesto muchacho despertó la curiosidad de Sonia. Ahora era ella la que no podía dejar de observarlo furtivamente, de esa forma en la que las palabras salen por los ojos aunque se mantenga la boca cerrada. Cayó en la cuenta de que era así como la miraban a ella los hombres que atendía en la barra. Comprendió que lo que se manifestaba con semejante actitud no era otra cosa que un deseo embridado, sujeto por las riendas de la voluntad, consciente de que aún no había llegado el momento de dejarlo suelto, en libertad, a la espera de alguna reacción por parte de la persona observada. Sin poder evitarlo, se sintió invadida de una turbación profunda que hizo que su cara se pusiese roja como la piel de un tomate en sazón. 

El joven se dio cuenta al instante de que algo especial estaba pasando por la cabeza de la muchacha y decidió aprovechar la oportunidad que se le brindaba:

– ¡Yo te conozco! Tú eres... –No quiso o no supo terminar la frase–. ¡Cómo has cambiado! ¿Qué te trae por aquí? 

Tenía claro que se lo acababa de inventar, pero tentó la suerte y miró a la joven directamente a los ojos, de tal manera que ella se sintió transportada a un lugar solitario, donde no había nada más que la profundidad de un cielo cargado de estrellas, sin gente y sin ruidos; y cuando ya estaba a punto de quedarse extasiada cayó en la cuenta de que le habían hecho una pregunta que exigía una respuesta.

– ¿No sé? Pero… ¡Que yo sepa, no nos conocemos!

Forzó la voz, aparentando cierto desinterés y distancia, incluso una seguridad que era precisamente lo que le faltaba, tratando de ocultar el desfallecimiento que le había provocado la mirada profunda del hombre. ¿Sería cierto que la conocía, o se trataba de una vulgar artimaña? 

Acto seguido, para evitar que se le notase la turbación, se puso a atender a otros clientes y dejó al joven con la palabra en los labios. Tenía que ganar tiempo para pensar lo que le convenía hacer ante semejante desfallecimiento. Debía poner un poco de orden en sus emociones.

 

A medida que iban pasando los días, Sonia se sentía cada vez más a gusto en su nueva vida. Libraba los sábados y domingos, lo que le permitía ir al baile acompañada de su prima y, poco a poco, iba teniendo algunos amigos. No dejaba de pensar en quién sería el hombre que le había dirigido la palabra en el bar. No conseguía quitárselo de la cabeza; lo buscaba con la mirada, siempre que salía a pasear por el pueblo, pero no encontraba rastro alguno de su paradero y tampoco se atrevía a preguntar. Su prima, que se había dado cuenta de la causa de su desasosiego, hizo indagaciones y enseguida se enteró de que el hombre se llamaba Yago y era gallego. Había venido al pueblo para trabajar en las obras de la térmica. Hacía poco tiempo que se le veía por allí y era todo un desconocido.

 

El día de Santa Bárbara, a pesar de que hacía un frío intenso, los mineros, desde primeras horas de la mañana, al bajar de las bocaminas, por los senderos del monte, antes de llegar al pueblo, hacían explotar petardos de dinamita cuyo estruendo despertaba incluso a los más madrugadores. Por la noche, en todos los bares, reinaba la alegría, corría el vino y se bailaba entre las mesas. 

A Sonia le pareció que, ese día, muy bien pudiera ser que el hombre de los ojos azules que tanto la había impresionado volviese a hacer acto de presencia. Por no saber, ni siquiera sabía hasta qué punto era cierto lo que le había dicho su prima. Guardaba en la memoria un vivo retrato de su rostro y se esforzaba por no perderlo. Era alto y delgado, musculoso, rubio, con la nariz afilada y labios sonrientes. Tenía una incipiente perilla y un gesto burlón. Así lo recordaba pero, cuando menos se lo esperaba, se borraba su imagen y ya no era capaz de recuperarla, a pesar de lo cual albergaba la esperanza de poder reconocerlo en el caso de que volviese a aparecer por el bar o se lo encontrase de manera casual paseando por la calle.

El colmado estaba lleno a rebosar. Yago sabía que Sonia estaría allí, casi seguro, trabajando detrás de la barra. Quería causarle buena impresión. Había pasado mucho tiempo ante el espejo, arreglándose, eligiendo la ropa más adecuada para la ocasión, afeitándose con esmero y peinando con mucho cuidado los pelos hirsutos de su incipiente perilla. Esperó hasta la puesta del sol, antes de decidirse a entrar en el local. Se asomó tímidamente al interior, desde la puerta medio abierta de la calle, para comprobar si la muchacha estaba dentro. El ambiente del local estaba tan cargado, tan atestado de humo, que apenas se distinguía a las personas que parloteaban apretujadas contra la barra. Acto seguido traspasó el umbral y fue a situarse en un rincón, en el lugar menos concurrido del establecimiento; haciendo gala de su sonrisa burlona, tratando de llamar la atención de la joven dependienta. 

Él no lo sabía. No podía saberlo. Quizá lo sospechara, pero lo cierto era que Sonia hacía días que había imaginado que aquel encuentro podía llegar a suceder, precisamente en el mismo lugar y a la misma hora. Sabía que era altamente improbable, pero también las cosas extrañas, a veces, tenían su oportunidad. Dejándose llevar por su intuición femenina, también ella se había preparado a conciencia. Ya no parecía una vulgar aldeana. Su pelo negro, brillante, ensortijado, era el adorno perfecto para el óvalo de su cara y resaltaba el resplandor de sus ojos, tan negros como su larga melena. Apenas maquillada, aparentaba más edad de la que en realidad tenía, y llevaba puestos unos pantalones vaqueros muy ceñidos y un jersey de lana gruesa, de color berenjena, que resaltaba la voluptuosidad de sus pequeños senos.

– Creo que tenemos pendiente una conversación –dijo Yago, en un tono bajo, tímido, casi inaudible–. La última vez que nos vimos me dejaste con la palabra en los labios y te aseguro que yo no tenía la más mínima intención de molestarte. En cualquier caso, he vuelto para disculparme.

A Sonia se le escapó una sonrisa que era toda una concesión inconsciente.

– Por mí, no hace falta que te disculpes. Ahora estoy ocupada, pero libro dentro de una hora y, a la salida, si no tienes nada que hacer, podemos dar un paseo, antes de que se haga demasiado tarde.

Todo parecía indicar que era el comienzo de algo nuevo, algo que podría acabar siendo importante para los dos. Sonia no era tan ingenua como para confiar, de buenas a primeras, en un desconocido, pero se sentía lo suficientemente atraída por aquel joven como para querer descubrir lo que había detrás de su atractiva sonrisa medio burlona.

 

Los días en los que no se celebraba nada eran tremendamente aburridos. Las gentes, sin otra cosa que hacer, y carentes de iniciativas, acudían a los bares. 

Eso lo sabía muy bien Amaranto, el dueño de un pequeño establecimiento de venta al menudeo de bebidas alcohólicas; el más chic de los contornos. No era un bar al uso, ya que también se vendían comestibles para llevar y allí se reunía lo más granado de la zona. ¡Se sabía que en aquel establecimiento había mucho postureo! Las conversaciones eran todo un modelo de filosofía práctica, para uso de esnobistas convencidos de tener al alcance de la mano la respuesta correcta para casi todas las cosas que consideraban importantes en la vida. Predominaba un utilitarismo salvaje, basado en la búsqueda de la felicidad a través del dinero: “¡Tanto tienes, tanto vales!”

No era cierto que todos los habituales clientes fuesen ricos, pero se comportaban como si lo fueran, sin comprender que alguien pudiera tener problemas y sin cuestionar el orden establecido, aunque a veces se viesen obligados a restringir sus gastos. Lo importante era guardar las apariencias. Era un lugar de dimensiones tan reducidas que no se podía mantener una conversación sin que se enterasen todos los presentes de lo que allí se hablaba. Nunca entraba gente extraña porque, en el caso de hacerlo, enseguida se percataban de que estaban fuera de lugar. 

Los habituales presumían de estar al corriente de los últimos acontecimientos. 

Los nuevos, los que venían a dirigir los trabajos de construcción de la térmica, lo primero que hacían era darse una vuelta por el Amaranto. Allí se juntaban las fuerzas vivas de la localidad: el alcalde, los maestros, el gerente de la fábrica de productos químicos, los médicos, el farmacéutico, las solteronas emperifolladas que aún no habían perdido la esperanza de encontrar marido, y algunos estudiantillos universitarios que, cuando venían al pueblo de vacaciones, siempre desocupados, querían sacarle punta a cualquier cosa que tuviese que ver con las vidas ajenas. 

En aquel microcosmos no había espacio para la duda, como si fuese en realidad un club privado de triunfadores, dispuestos a defender que nada ni nadie pudiera alterar su equilibrio emocional. 

Justo al lado estaba el casino; más selecto, más exclusivo, y reservado a los socios residentes en el municipio, pero dispuestos a recibir con los brazos abiertos a los recién llegados, siempre que tuviesen cierta categoría.

Uno de los habituales era un tipo bastante peculiar, apodado el Perlita. Se trataba de un exiliado político turco, huido de su país tratando de evitar la sangrienta represión que siguió al golpe de estado del general Cemal Gürsel. Vestía siempre de negro, con una perla en el ojal de la solapa. Aparentaba nadar en la abundancia y solía pasearse a bordo de un lujoso automóvil de los años cincuenta, a las horas de mayor tránsito, siempre bien arreglado, haciéndose acompañar por varias mujeres jóvenes o de edad indefinida, aparentemente solteras, guapas, presumidas y sicalípticas. Nadie sabía a qué se dedicaba pero la verdad es que daba mucha envidia y era la viva imagen del éxito.                                            

 (continuará)

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