Los Gérmenes

“… los gérmenes de los que nace la idea para un relato pueden ser pequeños o grandes, sencillos o complejos, fragmentarios o bastante completos, quietos o móviles. Lo importante es reconocerlos cuando se presentan. Yo los reconozco gracias a cierta excitación que siento en seguida, una excitación parecida a la que produce un buen poema o una sola línea de un poema.” Highsmith, Patricia. Sus... pense: Cómo se escribe una novela de misterio (p. 12). Círculo de Tiza. Edición de Kindle.

Opinion18 de marzo de 2024 VICENTE VAZQUEZ
SUS... PENSE
SUS... PENSE -PATRICIA HIGHSMITH

Leyendo a la Highsmith, se me ocurrió que podría merecer la pena dejar constancia de algunas ideas, o gérmenes, a los que no he sabido dar continuidad hasta convertirlos en cuentos o relatos. 

            Quizá algún día me sienta tan sorprendido, al verles renacer, como en el momento de su aparición. 

 

            Uno de los primeros días cálidos del verano de 1965, antes del comienzo de las revueltas estudiantiles, antes del encuentro de los Beatles con Elvis Presley en Tennesee, y en plena guerra del Vietnam, en el pueblo vivíamos completamente al margen de semejantes acontecimientos, por importantes que pudieran parecer.

            Resulta sorprendente comprobar hasta qué punto se puede vivir encerrado en un microcosmos, con la absoluta convicción de que todo lo que sucede en la vida de las personas depende exclusivamente de lo que ocurre en la pequeña localidad donde se habita. Así eran las cosas para nosotros antes de que supiésemos qué era eso de la aldea global. 

            El caso es que mi amigo, llamémosle Luís, algo mayor que yo, estaba empleado en un banco y, entre sus funciones, se ocupaba del cobro de letras de cambio en los comercios de todos los pueblos de los alrededores. Por otra parte, mis finanzas, siempre comprometidas, me obligaban a sobrevivir gracias a algunas monedas que sustraía de la cartera de mi madre, aprovechando que era una mujer ingenua y confiada en todo lo que tenía que ver con el dinero. Estoy seguro que ella lo sabía, pero me dejaba hacer.

            Nos habíamos conocido aquel verano y no sabía casi nada a carca de su vida, salvo que trabajaba en el banco y no era del pueblo. Tenía un aspecto fantástico, juvenil, y muy animado. Gran aficionado a la prensa deportiva; se sabía de memoria todos los records del atletismo, y no paraba de hacer quinielas de fútbol, utilizando unos métodos probabilísticos que sólo él era capaz de manejar. Así que, en una primera impresión, me parecía que era el típico amigo atractivo, mayor que yo, del que podía aprender un montón de cosas que ignoraba.

            Luís había comentado lo mucho que le desagradaba tener que ir pueblo tras pueblo, para llevar a cabo el cobro de los efectos y, acto seguido, se me ocurrió que yo podría hacer ese trabajo por el módico precio de cincuenta pesetas por jornada.

            El procedimiento era tan sencillo como recorrer las poblaciones en bicicleta, cargado de letras, cobrarlas en las tiendas y regresar, antes del almuerzo, con un montón de dinero en los bolsillos, y con los efectos que los comerciantes, por una u otra razón, se hubieran negado a pagar. 

            No tenía que porfiar en el caso de que los tenderos no quisiesen abonar el importe de las letras de cambio. Luís se encargaría de los trámites posteriores. 

Era menor de edad y, por supuesto, no trabajaba en el banco. Estaba a punto de hacer algo ilegal; no tenía seguro de ninguna clase y, para colmo, era lo suficientemente insensato como para hacer algo que implicaba unos riesgos y responsabilidades que ni siquiera podía imaginar. Solo pensaba en lo fácil que sería obtener las cincuenta pesetas pactadas, a cambio de llevar a cabo mi descabellada propuesta.

Luis era todavía más insensato que yo, ya que cuando se lo propuse aceptó de inmediato. Cabe suponer que el hartazgo al que había llegado en su trabajo influyese de manera decisiva en su decisión. No tenía medio propio de locomoción. Se movía utilizando las líneas regulares de autobuses y pidiendo favores a los transportistas que hacían rutas de abastecimiento, de toda clase de productos y materiales, por la zona. 

A mí solo me importaba el dinero; y en qué me lo podría gastar una vez que lo tuviese en mi poder. Ni siquiera se me ocurrió que algo pudiera salir mal, y menos aún que, si el banco descubría el apaño, Luis perdería su puesto de trabajo. ¡No me importaba! A fin de cuentas, eso era algo que daba por hecho que él sabría que le podía ocurrir.

El caso es que lo hicimos. El primer día fuimos juntos y Luís me presentó formalmente a muchos tenderos con los que tenía bastante confianza, y lo hizo con cierto descaro, como si yo fuese su empleado.  

Nos pareció que todo había salido bastante bien. Incluso en algunos comercios me atreví a asumir el rol del cobrador. Al final de la mañana volvimos al pueblo con la cartera llena de billetes. No podía imaginar que la recaudación pudiera llegar a ser tan importante. Había allí, dentro de la cartera de cuero y fuelle, más de cincuenta mil pesetas. 

Después del primer día de prueba todo parecía marchar sobre ruedas. A continuación cobré los efectos durante varios días de aquel verano que, por muchas razones, resultó totalmente inolvidable.

No tardé en conocer de primera mano a casi todos los industriales de la zona. Hice buenas migas con la mayoría, aunque es cierto que algunos se negaron a darme dinero y tardé algún tiempo en descubrir el porqué de su negativa. 

Al volver a casa, después de cada recaudación, llevaba los bolsillos abultados, llenos de fajos de billetes atados con gomas, y se me ocurrió pensar que cabía la posibilidad de que me los robaran. Las carreteras tenían poco tráfico y discurrían por lugares apartados, en un entorno boscoso, en el que no faltaban vueltas y revueltas muy propias para un asalto con robo. Mi único medio de defensa era la bicicleta, que me parecía poca cosa para escapar de un ladrón medianamente experimentado.

Por otra parte, posiblemente víctima de mi propia codicia, me parecía sorprendente que alguien pudiera saber que yo llevaba encima, siendo tan joven, cantidades tan elevadas de dinero. No se me ocurrió pensar que pudiera haber sido observado, mientras cobraba las letras de cambio. Sin embargo, desde que el temor al hipotético robo se coló en mi mente ya no pude hacerlo desaparecer. En el trayecto de vuelta me veía obligado a pedalear como un loco, como si gracias a la velocidad fuera capaz de conseguir escapar de cualquier situación imprevista, por complicada que pudiera ser.

Cuando más convencido estaba de haber dado con la gallina de los huevos de oro, ocurrió lo que yo más temía. A la salida de una pronunciada curva, en medio de una hondonada, me vi obligado a reducir drásticamente la velocidad. Un hombre encapuchado, salido de la espesura, a la altura del arroyo Valcabao, me dio un empujón y me hizo caer al suelo. Supongo que recibí un golpe en la cabeza, porque ya no recuerdo nada más. 

Recobré el conocimiento en la cama de un hospital, sin saber dónde me encontraba. Mi padre, que estaba a mi lado, me puso al corriente de la situación y me dijo que no me preocupará, ya que él iba a ocuparse de sacarme del tremendo embrollo en el que me había metido. Nunca más volví a tener a lo largo de mi vida un motivo tan importante para estarle agradecido. Nada más recibir el alta, nos fuimos a denunciar el atraco en el cuartel de la Guardia Civil.

¡Qué horror! A pesar de que tenía a Luís por un buen amigo, no podía descartar que incluso él hubiera podido estar implicado en el robo.

Fuera como fuese, todo me parecía desastroso. Ni siquiera me tranquilizaba pensar que pudieran detener al culpable y recuperar lo robado. 

Mi padre tuvo que hacer un depósito de la cantidad de dinero supuestamente sustraída, Solo de pensarlo se me helaba la sangre. 

¿Cómo era posible que me hubiese podido meter en un lío de semejantes proporciones, sin ni siquiera darme cuenta de lo que estaba haciendo? Eso era algo que me hacía sentir una gran culpa y me sumía en un profundo estado depresivo, provocado por el desprecio que sentía hacia mi propia persona.

Pasaron algunos días que me parecieron una eternidad. Ni siquiera me atrevía a salir de casa, por miedo a que me señalaran con el dedo, o me parasen para preguntarme qué era lo que había ocurrido. 

Me enteré por la radio de que, al fin, habían detenido al ladrón en el momento en que subía a un tren con destino Irún, tratando sin duda de huir al extranjero. Llevaba un petate en el que la policía encontró el botín.

Recuperado el dinero, el juez, contando con el beneplácito del banco, no advirtió mala fe en mi conducta y se contentó con aconsejar a mi padre que, en el futuro, vigilase mejor lo que hacían sus hijos.

Mi amigo era el único empleado que tenía la entidad bancaria en el pueblo. El personal directivo aparecía por allí de Pascuas a Ramos. Nunca estuvieron, los de la capital, al corriente de lo que ocurría en las sucursales, o no les interesaba demasiado saberlo. 

A pesar de no haber tenido nada que ver en el robo, a Luís, el banco lo puso de patitas en la calle. 

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