Los hermanos

Un relato de Vicente Vázquez

Opinion15 de mayo de 2024 VICENTE VAZQUEZ
HERMANOS
HERMANOSFoto de Meruyert Gonullu

Los fríos inviernos forjan a los hombres, como hace el fuego con los metales; los duros se ablandan y a los blandos se licúan, como los torrentes de agua germinal que riegan los campos, en el deshielo, al comenzar la primavera.

 

            Cayo, el duro, a pesar del invierno y a pesar de tener el alma helada, seguía siendo un guerrero; siempre contra algo o contra alguien, convencido de que todo se consigue luchando; mientras que Evelio, el blando, era un hombre de paz y disfrutaba cada bocanada de aire que entraba en sus pulmones; eso y el canto de los pájaros, la luz del alba y los habitantes del bosque, le bastaba para ser feliz.

 

            Para Cayo, la miseria era la condición natural de los labriegos. Ni siquiera la ganadería se salvaba de la maldición. Todo estaba en manos de los asentadores. O vendías el ganado al precio marcado, o lo dejabas morir, y con la leche pasaba lo mismo.

 

            Sin embargo, Evelio, lo veía todo de otra forma. Para él, la naturaleza era sabia y procuraba generosamente todo lo necesario para llevar una vida plena, incluso en inviernos tan inclementes como los que estaban acostumbrados a soportar. Después del invierno, en primavera, la energía transmitida por la vida desbordante de los bosques, y las tierras de labranza, se volvía contagiosa.

 

            En la montaña, la nieve aislaba los pueblos y no se podía hacer casi nada. El molino paraba, debido a la congelación del agua y a lo impracticable de los caminos; y la tierra helada no era cultivable. Los árboles perdían sus frutos. Los animales dormitaban, salvo el lobo, siempre al acecho de algún animal descarriado.

 

            Al tener que estar encerrados en casa, sobraban ocasiones para la discusión; sobre qué hacer con el patrimonio familiar, o sobre cualquier otro asunto. 

 

            Cayo siempre prendía la mecha. Era su forma de aplacar el fuego que le quemaba las entrañas. El largo tiempo que llevaba rumiando soledades le hacía sentirse diferente. No sabía cómo, ni por qué, pero, por su difícil forma de ser, llegaba incluso a despreciar a todos los miembros de su familia, y a continuación se sentía miserable. No podía evitarlo; había nacido rebelde, como si no fuese hijo de los mismos padres que su hermano. Sumido en su intransigencia, necesitaba, a cada paso, encontrar la forma de justificar su rebelde comportamiento. Se creía víctima de una maldición, y no podía cambiar, o no sabía cómo hacerlo.

 

            Un día de esos que los viejos llaman lobunos, cargado de oscuras brumas que invitaban a guarecerse junto a las llamas del fuego del hogar, sin poder evitarlo, Cayo, descargó sus ansiedades contra Evelio; como si su hermano fuese el causante de todos los males: 

 

            ─Si por mí fuese, ya lo sabes, mañana mismo lo vendería todo; las tierras, el molino y los animales, y me iría a la ciudad. Voy a pedirle a padre mi parte. No soporto más esta vida miserable.

 

            ─Menos mal que la decisión no depende de ti ─Evelio no pudo callarse, estaba harto de oír siempre la misma cantinela─. Apañados íbamos a estar. Haz lo que tengas que hacer, pero, de vender, ni hablar. ¿Por qué sientes tanto odio por tu tierra? ¡No lo puedo comprender! Además…  ¿A quién se lo íbamos a vender? Aquí ya no queda nadie. Si te quieres ir, vete; pero tendrá que ser por tus propios medios.

 

            ─¿Hermano, te olvidas de que soy el primogénito, y tengo mis derechos?

 

            ─¿Y tú?... ¿Tú te olvidas de que la hacienda no se divide? Así ha sido siempre y así será.

 

            La entrada de Doro, el padre, detuvo abruptamente la agria conversación que mantenían los hermanos. Venía de las cuadras, de echar de comer al ganado: 

 

            ─Con esta ventisca no hay quien pueda. La siembra tendrá que esperar hasta que se derrita la nieve. Pero podemos preparar los aperos y reparar el arado. ¡A trabajar!

 

            ─Padre, quiero hablarle. ¡Yo… me marcho!

 

            ─¿Cómo es eso de que te marchas?.... ¿A dónde quieres ir, a América?

 

            ─A donde sea, padre, con tal de no seguir soportando tanta miseria. A las minas que hay al otro lado de las montañas; dicen que allí hay trabajo para todo el mundo. Necesito un poco de comprensión por su parte, porque de mi hermano ya sé que no la tendré; y algún dinero para aguantar hasta que pueda conseguir un empleo digno en algún otro lugar.

 

            ─Nunca has querido vivir aquí y, hasta cierto punto lo comprendo. Nos matamos a trabajar y conseguimos sobrevivir a duras penas, pero es lo único que tenemos, lo único que sabemos hacer. Lo que hemos aprendido de nuestros mayores. ¿Y tú, Evelio, en qué piensas, también quieres irte?

 

            ─No padre. Yo no quiero ir a ninguna parte. Usted lo sabe.

 

            A Doro se le partía el corazón, tan solo de pensar que la marcha de Cayo iba a ser como una muerte anunciada. Siempre había querido mantener unida la familia, tener a su esposa y sus hijos a su lado, verlos crecer, casarse y darle nietos. Si Cayo se marchara sería como si le amputasen una pierna, como si tuviese que andar con muletas. Además, era su hijo preferido, aunque tratase de ocultarlo. Ni siquiera Paula, su mujer, lo sabía. Quizá fuese porque Evelio siempre le daba la razón. 

 

            A la mañana siguiente, aprovechando que había amainado la tormenta, Cayo ya tenía preparado el morral junto a la puerta. 

 

            Reinaba un silencio sepulcral en torno a la mesa de la cocina. Los cuatro sentados, uno frente a otro. Las pupilas de los ojos de los padres, iluminadas por la luz de las velas que alumbraban la estancia, brillaban como si tuviesen dentro un arco iris.

 

            El gesto adusto de Evelio contrastaba con la forzada sonrisa de Cayo. Ambos miraban al suelo, incapaces de pronunciar ni siquiera una palabra.

 

            Cayo echó a andar monte abajo, sin mirar atrás. Lo vieron alejarse sin poder contener las lágrimas. Su imagen, cada vez más chica, desapareció sumergida en un mar de piornos cubiertos de nieve, como si se lo tragara la tierra. 

 

            Al otro lado de las montañas, las minas de carbón eran la esperanza de los hombres desesperados por culpa de la pobreza, que confiaban su futuro a una especie de milagro, sin saber que el trabajo al que aspiraban, al abandonar sus aldeas, era muy duro, tanto o más que las labores del campo que habían dejado atrás, con un futuro incierto, tan oscuro como el negro brillante de la piedra del mineral. No sabían nada de los peligros que les aguardaban en el interior de las minas, las enfermedades, la silicosis, los accidentes, la mala atención médica y los escasos medios de protección personal. 

 

            Pasaron varios meses, casi un año, antes de que Cayo pudiese descubrir todas las calamidades a las que se enfrentaba en su nuevo destino. La peor de todas era el maltrato permanente de un capataz mal encarado al que llamaban Juramentos. Era un tipo aparentemente insignificante, mal oliente, como si por sus venas circulase vinagre en vez de sangre. Se pasaba el día vigilando el trabajo de los mineros y siempre encontraba motivos suficientes para abroncarlos y hacerles la vida imposible. 

 

            El mal humor de Juramentos no era gratuito, tenía una clara intencionalidad, que hacía que su trabajo fuese muy apreciado por los dueños de las minas. Cada bronca generaba la correspondiente multa para el minero amonestado y el importe ingresaba inmediatamente en la caja de la empresa. 

 

            Cuando Cayo llevaba ya varios meses intentando adaptarse a su nueva situación, ocurrió un tremendo accidente laboral que le hizo cambiar de opinión. Era caballista; cuidaba de los animales utilizados como fuerza de arrastre. Circulaba por las galerías conduciendo largas filas de vagonetas enganchadas al tiro de las mulas, o bueyes, que de tanto andar a oscuras se habían quedado casi ciegos. Oyó un gran estruendo y vio como salía de un descargadero una negra nube de polvo y piedras que estuvo a punto de lanzarlo contra las vagonetas. Más tarde, ya en el exterior, se enteró de que había habido un derrumbe en uno de los pozos, y había muerto, sepultado, un hombre. En ese momento tomó la decisión irrevocable de regresar a la aldea. 

 

            Al día siguiente se presentó en las oficinas de la empresa para cobrar el salario correspondiente  a los días que había trabajado. Acto seguido emprendió el regreso, a través de las montañas, pasando las noches a la intemperie. 

            Su presencia en la aldea  era inesperada. Pero él sabía que su familia le recibiría con los brazos abiertos. Como un espectro, apareció bajo el umbral de la puerta de entrada a la vivienda de sus padres; contra el sol de poniente, de tal forma que solo se apreciaba una silueta recortada, opaca pero incorpórea. No se daba cuenta, pero era la viva imagen de un hombre vencido, derrotado por la vida.

 

            ─¿Quién anda ahí? ─Esas fueron las palabras de su madre, que estaba atizando la lumbre. La pobre mujer, desde la marcha de su hijo mayor, había perdido la ilusión de vivir.

 

            ─Soy yo, madre. Cayo, tu hijo. ¡He vuelto! La vida sin vosotros se me hacía tan insoportable que no me ha quedado más remedio que regresar al hogar. ¿Dónde están padre y Evelio? Necesito verlos y abrazarlos. Estoy dispuesto a enmendar mis errores. ¡De una u otra forma saldremos adelante!

 

            No pasó mucho tiempo antes de que se supiese que las minas tenían los días contados. Al enterarse, Cayo no pudo evitar el recuerdo de los días amargos y, sin embargo, seguía pensando que su futuro se parecía cada vez más a un rompecabezas en el que muchas piezas, de haber existido alguna vez, habían desaparecido.

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